DICE la teoría electoral clásica, esa que se maneja en los gabinetes que revolotean en torno a candidatas y candidatos, que el éxito depende de tres factores: la persona que encabeza la lista, la marca o partido y, por supuesto, el programa electoral.
Pero, sincerémonos. Aunque no se forme parte del voto sinsorgo al que me refería hace un par de días ¿Quién en su sano juicio se estudia un programa electoral? Y más ¿Quién tiene el cuajo de comparar las ventajas e inconvenientes de tres o cuatro programas electorales?
Supongamos que no nos contamos en el voto sinsorgo, es decir, entre quienes llegan al amanecer de la jornada de los comicios con la convicción de que el modo de solventar el asunto es entrando a la cabina electoral con los ojos cerrados y una mano estirada para tomar un papeleta al azar. Aunque no nos reconozcamos en esa variedad de votante, es muy probable que dejemos a un lado la losa de cotejar pesados programas compuestos por epígrafes como Financiación de los Servicios Públicos, Fiscalidad, Transportes o Vivienda Joven. Esos capítulos invitan a la lectura lo mismo que un vademécum de medicamentos.
Por eso, la marca supone un alivio. Orienta sobre el programa sin necesidad de estudiarlo. Ya sabemos quiénes abogan por las privatizaciones y quiénes por lo público; quiénes recentralizarán todo lo que puedan y quiénes empujarán a favor del desarrollo de la lengua, la cultura y las instituciones propias. La marca nos ahorra mucho trabajo.
En los países anglosajones, con tradición de sistemas mayoritarios, es decir, con una sola lista ganadora en cada circunscripción, la figura que encabeza esa lista resulta determinante. Sus electores saben quién es, dónde vive, si toma te o café, si prefiere fútbol o rugby. Y se compromete personalmente con la circunscripción. Eso genera un vínculo directo entre la candidata y sus votantes que resta poder al partido e influencia a la marca en el resultado. Es habitual en estos sistemas que alguien que va con un partido, se desvincule de este o aquel proyecto porque considera que perjudica a sus votantes. Un animal político puede levantar el lastre que supondrá una marca raída.
Pero en nuestros comicios nos encontramos con un sistema proporcional y listas cerradas. El partido y el aparato acumulan el poder.
A pesar de todo, incluso con este sistema electoral, se dan excepciones. Abel Caballero en Vigo ¿De qué partido es? El caso de Iñaki Azkuna en Bilbao. Cuerda en Gasteiz. O el extraño fenómeno de Gorroño en Gernika, al que le falta presentarse encabezando el Orfeón Donostiarra; aunque parece que, esta vez, es su figura la que acusa el desgaste.
En este orden de cosas, merece reflexión la peculiar condición de Pedro Sánchez. Desde antes del inicio de la campaña se ha postulado como un supercandidato: aspirante a la alcaldía, la presidencia del gobierno autónomo y la comunidad de vecinos. Lo que sea. Lanza propuestas, promete aquí o allí y establece la agenda. Habrá quien acuda el domingo 28 de mayo a su urna de Morteruelo del Condado queriendo votar a Pedro Sánchez para alcalde. Es como si Sánchez deseara convertirse en la marca, solapando al partido y ocultándolo.
En cualquier caso, a estas horas, candidatas y candidatos se reconocen en la escultura que retrató ayer martes Oskar González: Hombre vence al hierro. Tuercebarras, del artista barakaldarra Jesús Lizaso. Se inauguró frente al Museo Marítimo y hoy luce en el Campo de Volantín.
Tuercebarras es un candidato que trata de levantar una marca que considera un lastre, sin darse cuenta de que él mismo forma parte consustancial de la marca. Misión imposible.