ESCONOZCO el origen de la historia. Bien podría derivar de una fábula de Esopo o de nuestro más cercano Samaniego. Seguro que usted la ha oído contar en alguna de sus múltiples versiones.

El protagonista puede ser un joven campesino o pastor que vive en un pueblo de las montañas de un país indeterminado en cualquier momento de los últimos 25 siglos. Por la razón que sea le regalan o, sin esperarlo, hereda de un olvidado familiar un precioso caballo. Todo el pueblo celebra su buena suerte. Al cabo de unos días el joven cae de su montura y se rompe una pierna por varios sitios. Nuestro protagonista queda cojo sin poder desarrollar sus funciones en el campo quedando en la pobreza. El pueblo lamenta ahora su mala suerte. Pero al poco comienza una guerra, reclutan a todos los jóvenes aptos de la zona y los envían al campo de batalla. Nuestro protagonista queda en el pueblo realizando tareas menos peligrosas. Y todo el pueblo celebra ahora su buena suerte. Y entonces...

Puede usted alargar lo que quiera la historia con infinitas derivadas de las causas y efectos que provocan situaciones afortunadas que se convierten en lamentables que a su vez se convierten en venturosas. La moraleja es clara: a veces lo que a primera vista o a corto plazo es malo, se convierte en bueno a medio o largo. O al revés.

Cientos de jóvenes se fueron a Mallorca a celebrar el fin de curso y allí hicieron lo que en su casa no han podido y a su edad se les supone. No pocos actuaron, al menos por momentos, como si la pandemia fuera cosa del pasado. Algunos han vuelto contagiados y las estadísticas se han disparado. No busco ahora el reproche, me miro a su edad y no estoy seguro de que yo no hubiera hecho tonterías mayores. Más me interesa volver a la fábula: ¿y si este desgraciado caso nos pudiera traer buena suerte? Dado que el brote ya está aquí, quizá más útil que lamentarse será ver si puede resultarnos de algún provecho.

Este fin de semana nos libramos de la obligación de llevar mascarilla en exteriores cuando se pueda garantizar una distancia prudente. Genial. Bienvenido sea si nos ayuda a mejorar nuestra calidad de vida. Pero, como les pasó a los adolescentes de Mallorca, esta relajación, necesaria y lógica, nos puede llevar a sentir equivocadamente que ha llegado el fin de ese tiempo en que debíamos tomar medidas excepcionales contra la pandemia.

El hecho es que este fin de semana volvemos a recuperar el índice reproductivo por encima de 1, es decir, volvemos a contagiar más y por lo tanto a permitir que la enfermedad se extienda. Mal dato para recibir al verano. ¿Y si lo sucedido en Mallorca nos ayudara a entender que debemos mantener la tensión en nuestras costas y en nuestras no-fiestas durante este verano?

Alguien me hablará de sus derechos a moverse, a esparcirse, a relacionarse, a descansar. Pero me temo que los derechos son parte de un conjunto social más amplio que incluye deberes ciudadanos. Lo dice la propia Declaración Universal de los Derechos Humanos: "todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros". Derechos y deberes son dos caras de la misma moneda.

Imaginemos que el muy lamentable episodio de Mallorca nos sirve para ponernos en guardia y, ahora que aún estamos a tiempo, no descuidarnos en verano y cumplir con rigor suficiente todas las normas que nos hemos dado. De Mallorca nos habría llegado una pierna rota que nos salvaría de males mayores, como en la fábula. Una vez más comprobamos que esta pandemia no trata sólo de vacunas o de UCI, sino también de ciudadanos dispuestos a atender, reflexionar, aprender y proceder en consecuencia.