STA semana hemos tenido nueva polémica: la calificación del daño causado por ETA como justo o injusto dependería del relato desde el que cada uno cuenta la historia.

Hay aquí dos cuestiones diferentes que deberíamos tratar por separado para ordenar el debate. Primera: ¿Es cierto que el carácter justo o injusto del daño depende del color del cristal con que se mire (es decir, del relato)? Y segunda: ¿Son todos los relatos igualmente aceptables en una sociedad democrática? No deberíamos confundir ambas preguntas si queremos discernir.

En relación con la primera cuestión, entiendo que efectivamente todo juicio de valor depende de un relato, de una visión, de unos valores de partida. Matar a la esposa infiel y a su amante fue legal en otros tiempos ya que, según el relato del derecho castellano del siglo XVI, era justo. La homosexualidad es castigada con pena de muerte en algunos países porque hay un relato que considera justa la condena. La esclavitud ha existido porque había un relato que la sostenía como justa. La desigualdad de género es justa según algunos relatos. La tortura al detenido es justa según otros relatos. La violencia yihadista no existiría sin un relato que la bendijera como justa. La violencia dentro del matrimonio es justa si aplicamos determinados relatos. El asalto al Capitolio es considerado como justo por millones de estadounidenses que comparten el relato trumpista. No insisto con más ejemplos. Calificar algo como justo o injusto depende de una cosmovisión -de un relato- que lo justifique.

La cuestión central, por lo tanto, es la segunda: ¿Son todos esos relatos igualmente aceptables en una sociedad que quiere basarse en principios democráticos y en los derechos humanos? He aquí, me temo, el solomillo de la cuestión.

Hay muchos relatos posibles. Cada uno de nosotros puede alimentar en la intimidad los mitos, los ídolos, los sueños o las pesadillas que quiera. O puede fantasear con una sociedad en que matar, acosar, secuestrar, amenazar o torturar es justo. Pero el relato público -el conjunto de relatos que como sociedad podemos aceptar abiertamente en el espacio común- se debe basar en unos principios compatibles con los derechos humanos. Ese relato público compartido deja amplio margen para diferentes interpretaciones sobre lo pasado, dado que somos una sociedad plural, pero también debe establecer algunos principios mínimos irrenunciables, dado que nos queremos constituir como sociedad con principios. Y así cuando alguien pisa una línea roja la sociedad democrática puede y debe amonestarle o sacar tarjeta amarilla o roja, según la recurrencia o la gravedad de la falta.

Aunque resulte un pensamiento circular en una frase un tanto compleja, le ruego que piense si lo que voy a decir tiene sentido: la calificación de un determinado hecho como justo o injusto puede a su vez determinar el carácter justo o injusto del relato desde el que se juzga. No es un juego de palabras, sino una mirada que nos lleva a la siguiente pregunta: ¿Y si lo que resulta injusto no es solo el daño causado sino también un relato que confunde lo cruel con lo ejemplar, lo miserable con lo noble, lo despreciable con lo necesario? Y dando un paso más: ¿Y si ese relato resulta no solo justificador a posteriori del daño sino que fue condición necesaria de la aparición de ese daño?

El relativismo absoluto aboca a un mundo injusto. Ya lo vio Campoamor cuando dijo aquello de que "en el mundo traidor / nada hay verdad ni mentira: / todo es según el color / del cristal con que se mira". El caso es que no queremos un mundo traidor y, por lo tanto, no todos los cristales son admisibles.