age, el nuevo libro de Bob Woodward ha revelado que a principios de febrero Trump era consciente de los peligros del covid-19 y de la gravedad de la situación. En una grabación del 7 de febrero, Trump aseguró que el coronavirus era peligroso, altamente contagioso, transmitido por el aire y mortal, “más mortal incluso que la gripe más extenuante”, concretamente cinco veces más mortal que una gripe. Esto fue 19 días antes de que el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades de los Estados Unidos confirmara el primer caso de propagación comunitaria de la pandemia en el país.

Trump podría haber dicho a la ciudadanía la verdad y se habría adelantado en casi tres semanas a la declaración del estado de alarma. Pero decidió mentir. Y no solo eso, cuando ahora se descubre la mentira, y con ella la falta de escrúpulos y de responsabilidad que todo esto conlleva, responde también mintiendo al afirmar que no quería “saltar arriba y abajo y empezar a gritar, ¡Muerte! ¡Muerte!” Y acto seguido afirmó que él era la animadora (cheerleader) de la nación, y que su deber era mantener el pánico a raya.

Ésta terrible mentira no es la primera. Mentir demostró ser una estrategia exitosa en las elecciones británicas y norteamericanas de 2016, lo que llevó a Oxford Dictionaries a elegir posverdad (Post-truth) como la palabra de aquel año. Hasta el 29 de mayo, “el hombre más honesto del país” había proferido 19.127 afirmaciones falsas o engañosas en sus 1.226 días en el cargo, según Glenn Kessler de The Post, quien las ha estado contando desde su primer día en la casa blanca. Esto constituye 15,6 falsedades por día, o aproximadamente una por hora de trabajo. El viernes 31 de julio Trump celebró los saninaziyuek alcanzando el récord de 20.000 mentiras. A este ritmo, el 3 de noviembre habrá sobrepasado las 22.000 falsedades, y esto sin tener en cuenta que en el actual período electoral ha aumentado la frecuencia.

Las mentiras de Trump destacan tanto por su cantidad como por su naturaleza. Miente con un propósito diferente al de cualquier otro presidente anterior. Tal como apuntó Joe Biden en su discurso del 2 de junio en Filadelfia, Trump ha rebasado ciertas barreras y en opinión de Michael Tomasky, colaborador del New York Times, Trump ha aventajado a Richard Nixon, hasta ahora el mayor prevaricador de la historia del país. Éste a menudo confunde a los observadores porque no procura ocultar sus mentiras y porque no tiene en cuenta ni límites ni protocolos. Tomasky añade que su único propósito es aferrarse al poder y mantener su reality show en el aire el mayor tiempo posible. Pero esa es solo parte de una realidad mucho más profunda y preocupante.

La respuesta a por qué el presidente miente se halla en su perfil psicológico. La mentira forma parte de su lenguaje comportamental, no tiene nada que ver con índices de inteligencia, valores o aptitudes, y mucho menos con algo tan árido como índices de opinión y encuestas electorales. Se deriva de su forma de actuar y reaccionar en diferentes entornos y situaciones o frente a otras personas. Una de las primeras consideraciones que se derivan de un análisis de las tendencias conductuales de Trump es que, contrariamente a un camaleón, su comportamiento natural y su comportamiento adaptado son prácticamente idénticos: Ni necesita acercarse a las personas ni se siente uno entre iguales, y actúa de forma sorprendentemente semejante en público y en privado. Su perfil conductual se sustenta en diez caracteres básicos:

1. Narcisismo. Es radicalmente egocéntrico por lo que todas sus visiones de futuro convergen en un único punto: en él mismo.

2. Resolución. Su determinación para realzar su propia visión de sí mismo es proporcional a su voluntad y tenacidad: No se detendrá fácilmente cuando él mismo es el producto de su trabajo.

3. Fortaleza. Goza de una enorme vitalidad.

4. Confianza en sí mismo. Posee una imagen superlativa de sí mismo y de sus acciones que puede ser percibida por los demás como arrogancia, si bien esta seguridad en sí mismo inspira asimismo confianza en otros y es la base de su liderazgo.

5. Optimismo. Asume con absoluta facilidad y naturalidad los halagos y rechaza con igual espontaneidad las críticas y, por extensión, siempre estará dispuesto a encarar proyectos, fundamentalmente aquellos que considere que van a proyectar su imagen.

6. Excentricidad. Necesita sentirse genial y único y no teme desafiar el status quo y las convenciones sociales.

7. Dinamismo. Muy emocional y muy poco racional, requiere un ritmo de trabajo acelerado y le aburren horarios, plazos, agendas y otras obligaciones ante las que se muestra desafiante. Huye de las divagaciones y es incapaz de dar detalles por lo que a menudo se muestra incongruente.

8. Dialéctica. Es agudo a corto plazo, hábil y rápido en las interacciones humanas inmediatas y enfoca sus esfuerzos en terminar lo que tiene entre manos lo más rápidamente posible.

9. Inflexibilidad. No cede fácilmente cuando se trata de objetivos a largo plazo porque no siente necesidad alguna de negociar soluciones a los conflictos. Su carácter es abierto y directo y su estilo de comunicación frío y demandante, y expresa sus puntos de vista saltándose los protocolos y mostrando habitualmente indiferencia, desprecio y/o agresividad, además de una notoria falta de tacto.

10. Falta de empatía. Si bien tiene don de gentes, le atraen las personas que le rinden homenaje y evalúa a los demás por lo que consiguen por lo que no genera necesariamente lazos afectivos perdurables ya que tiene una gran facilidad para cortar lazos emocionales cuando éstos se interponen a la imagen que tiene de sí mismo. La insensibilidad es una de sus emociones predominantes y la impaciencia una de sus características más visibles.

Trump ha demostrado que le gusta ganar y odia perder porque perder significa un peligro para la imagen que ha edificado de sí mismo. Su mayor miedo es el rechazo y si no puede ganarse a la opinión pública siguiendo las normas, se las saltará; si ve que correr riesgos le ayudará a ganar las elecciones, apostará sin miedo. Fundamentalmente le aterroriza dejar de ser predominante y que lo aventajen. Su gran obsesión es el deseo de que los demás lo vean “tal como es”, que es tal como él se percibe a sí mismo: un triunfador. De ahí que le guste insultar a sus rivales con la mayor de sus pesadillas: “looser”.

Demanda alabanzas, popularidad y reconocimiento y deja que otros se ocupen de los detalles. Su método de control es la iniciativa e influye en otros por la fuerza de su carácter. Es independiente y no repara en el precio del éxito, por lo que se salta las normas con facilidad, entre ellas, fundamentalmente, la sinceridad, la necesidad de decir la verdad. La mentira forma parte de su ADN, es un Pinocho político. No le preocupa destruir las instituciones que exponen sus debilidades como la prensa, la oposición en el Congreso, los tribunales de justicia u otros sistemas de “checks and balances”. Uno de los aspectos más alarmantes es que no le preocupa lo que quede del país tras su partida de la Casa Blanca. Tal como apunta Tomasky, esto es lo que hace que sus mentiras sean tan dañinas, amenazan los cimientos de la república.

Pero Trump no miente por un objetivo concreto, miente porque en su singular percepción de las cosas, todas ellas convergen en sí mismo. Miente para cimentar la imagen que tiene de sí mismo. Miente porque padece una incapacidad crónica de asumir críticas. Y esto es lo más preocupante, sus mentiras no son instrumentales, son estructurales, forman parte de su forma de ser. No va a cambiar y su reacción ante las acusaciones, reproches y censuras de sus oponentes será siempre de incredulidad y desprecio. Más aún, incluso ante las preguntas de los reporteros ha respondido agresivamente si no se adecúan perfectamente a la imagen que tiene de sí mismo.

La mentira trumpiana tiene como objetivo evitar consecuencias personales como la desaprobación, la reprensión o la vergüenza. Ama los elogios por lo que fundamentalmente miente por exageración e hipérbole: él es el “genio estable”, “el presidente que más ha.... en la historia de la república”, todo en él es “tremendo” e “increíble”, dos de los adjetivos que más utiliza cuando se refiere a sí mismo o a sus acciones. Escuchar solo lo que le interesa o no escuchar activamente, echar la culpa a los demás, buscar excusas, son algunos de los ingredientes de su forma de mentir y huir de una realidad crítica consigo mismo.

Actúa con naturalidad cuando no diferencia entre la realidad y la fantasía e incluso da la impresión de sus mentiras no son intencionales. Se comporta como una persona con trastorno por déficit de atención, incapaz de someter completamente la mentira. Tres síntomas pueden aconsejar la intervención de un profesional de salud mental: cuando la mentira ocurre con tanta frecuencia que es habitual o compulsiva, cuando se utiliza para lidiar con situaciones difíciles de manera regular o, cuando la persona no muestra remordimiento. Lo más peligroso, la mentira crónica puede ser una señal de que no es capaz de distinguir nítidamente entre el bien y el mal, ya que estos valores se encuentran a la sombra de su ego.

Las mentiras registradas por Woodward no han supuesto apenas alteración en las encuestas, que siguen dando a Biden una estrecha distancia de 7,4 puntos. ¿La ciudadanía las acepta? Esto es cierto sólo en parte. Fox Channel se ha precipitado a hacer públicas no una sino dos encuestas tan sólo cuatro días después del escándalo en las que, señalan, Trump se encuentra a tan sólo tres puntos de Biden, lo que ha afectado la media aritmética de la ventaja electoral. En esto precisamente radica el poder de la mentira: funciona como el maquillaje, los tacones o el nudo de corbata “príncipe Alberto”. Todos sabemos que son falsos andamiajes, pero realzan la realidad que queremos ver tras una incierta verdad, convirtiendo anhelos en espejismos: todos digerimos la mentira cuando nuestros corazones están hambrientos. Finalmente, en efecto, el público las acepta como tales alucinaciones -como aceptamos su maquillaje naranja-, e incluso las exige, porque es lo que quiere ver. E, inconscientemente, la ciudadanía está siendo educada en la mentira, termina por aceptarla y, lo que es peor, acaba por reaccionar con animadversión ante la verdad, ante una realidad sin tacones, maquillaje o nudo “príncipe Alberto”. Porque, al fin, en una sociedad alimentada a base de potenciadores de sabor, ¿a qué sabe una verdad sin colorete?

Pero la mentira mata. Carl Bernstein, el periodista que descubrió el escándalo de Watergate con Woodward, dijo que la mentira de Trump sobre el covid-19 es “uno de los grandes delitos presidenciales de todos los tiempos”. Es una especie de negligencia homicida por la que miles de personas han perdido la vida porque el presidente puso por delante su propio interés al de la salud pública.

Sanders tiene razón. Trump nunca va a aceptar la derrota. No lo va a hacer porque personalmente es incapaz de aceptar esa imagen de sí mismo y por su enfermiza necesidad de sentirse exitoso y ganador. Ante su propia derrota no tendrá más remedio que mentirse a sí mismo y esa será su última gran mentira. Pero, a diferencia del Pinocho de madera, será incapaz de convertirse en una persona real.

Trump nunca va a aceptar la derrota. Personalmente es incapaz de aceptar esa imagen de sí mismo y por su enfermiza necesidad de sentirse exitoso y ganador