Quién no conoce a Robin Hood? “Robaba a los ricos para dárselo a los pobres”, son las palabras que nos brotan de los labios casi de manera automática cuando pensamos en él. Como si fuera una de las frases promocionales de cualquiera de las películas que han engrandecido la leyenda del bandido bondadoso y justiciero. Una de ellas fue Robin y Marian -en la que Marian era Audrey Hepburn, y Robin, Sean Connery-, rodada, entre otros lugares, en la localidad navarra de Artajona, ignorando seguramente quienes lo hicieron que también Nafarroa cuenta con un Robin Hood autóctono. Su historia, claro, es mucho menos universal, desconocida incluso entre nosotros, a pesar de que las peripecias de nuestro salteador de caminos no tengan nada que envidiar a las del ladrón de los bosques de Sherwood y sean dignas igualmente de una superproducción hollywoodiense.

La Hermandad de La Estaca Estamos hablando de Sanchicorrota, un bandido que a mediados del siglo XV se convirtió en el azote de arrieros, diligencias y caravanas reales en este espectacular páramo lunar de la Ribera navarra, que antes fue tupido bosque y siempre refugio de forajidos y huidos de la justicia, tal y como señala en sus obras el Padre Moret: “En tiempo de Sancho el Fuerte, terminadas las guerras contra Castilla y Aragón, muchos soldados, hechos a la licencia de las presas y robos, se hicieron salteadores e infestaban la Bardena, por ser tierra quebrada y cubierta de boscaje”.

Y José María Iribarren añade: “Tantos debían de ser y tan audaces, que en 1204 se instituyó, para perseguirlos, una hermandad entre los pueblos comarcanos de Aragón y Navarra”.

Dicha hermandad solía reunirse cada año en un término denominado La Estaca, lo cual ya da cierta idea de sus propósitos, pues según sus estatutos cada uno de los cofrades podía ahorcar a todo salteador de caminos que atrapase. Y fue precisamente esta hermandad la que siglos más tarde propiciara la muerte del más famoso de los bandidos de Las Bardenas, el referido Sanchicorrota.

El rey de Las Bardenas Pero empecemos por el principio. Sanchicorrota, como suele suceder casi siempre en estos casos, no nació, sino que se hizo -o las circunstancias lo hicieron- bandido. Antes, en su Cascante natal, fue un humilde y fornido molinero, como, por cierto, delata su nombre, Sanchicorrota, Sancho Rota o Sancho Errota, es decir, Sancho el del molino, lo cual por otra parte nos da indicios de que el euskara no era ni mucho menos una lengua desconocida en la Ribera navarra. Un día, en una discusión violenta mató a un hombre, no está muy claro si fruto de una disputa entre vecinos o de un arrebato de ira ante las demandas abusivas de un recaudador de impuestos. De lo que no cabe ninguna duda es de que Sanchicorrota huyó y encontró refugió en Las Bardenas, entre las bandas de salteadores que hacían de ellas un territorio sin ley, o el único en que la ley no era injusta con aquellos a los que el hambre o la persecución no les dejaba otra opción que la de la delincuencia.

La leyenda cuenta -y desdibuja en este punto el mito del bandido noble y filántropo- que Sanchicorrota construyó su guarida en una cueva en lo alto de un collado o cabezo, que hoy lleva su nombre y se encuentra próximo al paraje conocido como El Rallón, en la Bardena Blanca, y que para ello contrató a algunos vecinos de los pueblos colindantes, a los cuales dio en pago la muerte, con el objeto de que no revelaran la ubicación de dicha cueva; cueva que, por otra parte, nada tenía que envidiar a la de Alí Babá, pues se describe en ocasiones como un laberinto de galerías atiborradas de los esplendorosos botines que Sanchicorrota, rey de Las Bardenas, obtenía en sus saltos de caminos.

Muerte de Sanchicorrota No muy lejos de la cueva de Sanchicorrota, en otro cabezo, el de Peñaflor, se alzan las ruinas de un castillo que mandara construir Sancho el Fuerte para defender al reino de Navarra de las incursiones aragonesas y en el que se dice que permaneció prisionera la princesa doña Blanca de Navarra, hermana del príncipe de Viana, encarcelada por su propio padre, don Juan II de Aragón, al negarse a casarse con un pretendiente afín a los intereses del monarca. Y se dice también que allí acudía a visitarla por las noches, rendido de amor, nuestro fugitivo Sanchicorrota. Todo un folletín romántico, que a menudo se atribuye al escritor Navarro Villoslada, el autor de Amaya o los vascos en el siglo VIII, cuando lo cierto es que en su obra Blanca de Navarra, el enamorado y libertador de esta es otro bandido, un judío, de nombre Jimeno, quien precisamente contaba entre sus méritos haber sido quien diera muerte a Sanchicorrota, raptor de la princesa.

Pero la verdad es que, como antes hemos dicho, Sanchicorrota pereció tras ser perseguido por 200 caballeros, probablemente muchos de ellos miembros de la hermandad de La Estaca, enviados a Las Bardenas por el rey Juan II en 1452, desquiciado por las tropelías del que fuera molinero de Cascante; y que ni siquiera este pequeño ejército pudo acabar con él, bastante hizo con dar con su paradero, pues Sanchicorrota hacía perder el rastro a sus perseguidores herrando del revés su caballo y los de los treinta hombres que componían su banda. Fue el propio Sanchicorrota quien, viéndose acorralado, decidió acuchillarse el corazón, antes que perder su libertad.

Finalmente, su cadáver fue paseado por los pueblos bardeneros y colgado en una horca en Tutera, donde permaneció expuesto durante semanas, como aviso para todos aquellos que pretendieran seguir su ejemplo.

Un rastro delator El escarmiento, no obstante, no sirvió de mucho, no solo porque todavía hoy recordamos con admiración las gestas de Sancho Rota, sino también porque tras su muerte fueron muchos los que siguieron prefiriendo la vida fugitiva, violenta y a salto de mata en un paisaje hostil como era la Bardena Blanca, antes que las punzadas del hambre, la injusticia o la mansedad de la servidumbre.

De algunos de ellos nos hablan autores como Fernando Videgáin, autor de Bandidos y salteadores de caminos. Historia del bandolerismo navarro del siglo XIX o como el ya citado José María Iribarren, quien en un artículo titulado Bandidos y salteadores nos recuerda a otro célebre bandolero, el tuterarra Moneos, del cual cuenta que tras asaltar a un marqués y arrebatarle una torta y unas merluzas, desató el adorno que llevaba la torta y se la ofreció a su víctima para que la conservara como regalo para su mujer. En cuanto a las merluzas, resultaron fatales para el galante ladrón, pues husmeando el olor de las mismas los perseguidores de Moneos pudieron dar con él y detenerlo.

Justicia social a trabucazos Da cuenta también el escritor tuterarra en su artículo de dos bandidos navarros que si bien no ubica en Las Bardenas, también se asemejaban en su proceder al espíritu justiciero social y libertario de Robin Hood o de Sanchicorrota. El primero de ellos es el Cura de Elso, aunque no lo era, lo llamaban así porque en su juventud ahorcó los hábitos; y dicen que era el prototipo del salteador generoso, que robaba a los ricos y favorecía a los indigentes. Un loco de altruismo que trataba de resolver (a su manera y con trabuco) la dichosa cuestión social, escribe Iribarren.

El segundo era conocido como Txitos, y merodeaba por los altos de Belate, en una de cuyas ventas encontró una vez a una desconsolada mujer que al día siguiente iba a ser desahuciada y a la que Txitos le ofreció la cantidad que debía y pidió que, una vez saldada la deuda, reclamara al escribano la carta de pago. Al día siguiente, Txitos recuperó su dinero asaltando a dicho escribano. Txitos, por cierto, había sido seminarista, por lo que nos aventuramos a decir que tanto él como el falso Cura de Elso eran una especie de precursores de la teología de la liberación.

Tierra de bandidos Los bandidos han proliferado a lo largo de los siglos por Nafarroa, tierra fronteriza y de caminos. Desde la muga con Gipuzkoa, pasando por los valles de Basaburua, Ultzama, o Anue -en Lantz una de sus figuras más destacadas es la del bandido Miel Otxin-, hasta Las Bardenas. Así lo atestiguan el paso de ilustres viajeros por el territorio, como el obispo de Oporto, quien ya en el año 1120 tuvo que disfrazarse de mendigo para desalentar a aquellos asesinos crueles y desvergonzados, siempre dispuestos a maltratar a los pasajeros y cuya lengua nadie conocía.

Más conocido es el caso del peregrino Aymeric Picaud, quien en el famoso Códice Calixtino -aquel que sustrajo rocambolescamente no hace tantos años de la catedral de Santiago un electricista- acusa a los navarros no solo de robar a los peregrinos, sino además de cabalgarlos como asnos, amén de todo tipo de lindezas, que van desde la zoofilia, el excesivo gusto por el vino, comer como cerdos, hablar en una lengua bárbara que se asemeja a ladridos o enseñarse sus vergüenzas los hombres a las mujeres y viceversa mientras se calientan al fuego.

Incluso en una obra de ficción, como la famosa novela Robinson Crusoe, cuando este permanece atrapado durante veinte días en Iruñea por un temporal, lo que más atemoriza al célebre náufrago no son las manadas de lobos que puedan acecharle en los caminos nevados, sino “otra especie de lobos que iban en dos pies”, dice el personaje de Daniel Defoe.

Teniendo en cuenta todo lo cual, para acabar, no está de más, si queremos deshacernos de esa mala fama, volver a reivindicar a nuestro propio Robin Hood, el bandido Sanchicorrota, que, como aquel, robaba a los ricos para entregárselo a los pobres. Eso asegura, al menos la leyenda. Y eso es también lo que, por supuesto, algunos preferimos seguir creyendo.