MUCHA agua ha corrido bajo el puente de la iglesia guipuzcoana en el transcurso de la última década. Un periodo convulso, rodeado de un ambiente de crispación y desencuentro constante que, lejos de apaciguarse, arrecia con el tiempo. José Ignacio Munilla fue nombrado obispo de San Sebastián hace diez años. Se presentaba entonces como “pobre y humilde”, virtudes de las que cada día le ve más alejado buena parte de la comunidad cristiana de base, que le acusa de haber convertido la diócesis en su feudo. El prelado no sintonizó con el pueblo y, “salvo unos reductos aislados”, sigue sin hacerlo. La brecha abierta que deja el teólogo, que no ha dejado de alimentar la polémica desde el púlpito, no ofrece un balance precisamente esperanzador. “Su elección hace diez años fue un error”, sostiene Javier Elzo, catedrático emérito de Sociología en la Universidad de Deusto.
Otro obispo fue posible, pero pudieron más los nostálgicos preconciliares que los seguidores del Concilio Vaticano II, asegura el sociólogo. Debido al “nefasto modo de elección de los prelados”, el resultado de aquella decisión ha acabado siendo “un sopapo para la Iglesia de Gipuzkoa”, que ha visto cómo se ha ido desdibujando la inmensa labor iniciada ya en la recta final del mandato del obispo Lorenzo Bereciartua (1963-1968). “Con sus luces y sombras”, comenzó en aquellos años a adaptarse la disciplina eclesiástica a las necesidades y métodos de los nuevos tiempos, cuyo testigo cogerían después Setién y Uriarte. “Que el nuevo obispo no comulgaba con esa concepción eclesial lo muestra, además del análisis de algunos de sus textos, su escaso interés por las reuniones promovidas por sus predecesores cuando él era párroco en Zumarraga”, subraya Elzo.
Félix Azurmendi, párroco de Azkoitia y exvicario general de Donostia, va un poco más allá. “Munilla fue enviado a Gipuzkoa con una mala intención”. Habla con una convicción “que nace de los datos”, y realiza un balance que entiende compartido por un amplio sector de la diócesis. “Llegó como un correctivo, para poner orden en contra de una Iglesia supuestamente nacionalista. Digo supuestamente nacionalista porque quienes hicieron ese diagnóstico, aunque no lo reconozcan, tienen su ideario nacionalista español”.
El obispo emérito José María Setién acostumbraba a decir que ni la unidad de España ni la independencia de Euskadi son dogmas. Palabras que no fueron atendidas tras la designación del nuevo destino de Munilla, “enviado por razones políticas” para corregir el rumbo de esa supuesta iglesia con una inclinación nacionalista vasca. Azurmendi se sincera. “Creo que esa visión no responde a la verdad. El pueblo es lo que es, vota lo que vota, y eso no lo inventa la Iglesia”.
Así, una comunidad cristiana que había seguido durante décadas un proceso de readecuación a los nuevos tiempos, a la estela del Concilio Vaticano II, no encontró hace diez años precisamente lo que más necesitaba dentro de un contexto de crisis galopante y secularización que se expandió. “Es algo que se percibe con la llegada de un obispo neoconservador con otras opciones restauracionistas”. El resultado de este abrupto cambio, a ojos del exvicario general, es “una esquizofrenia eclesial y pastoral” provocada por la colisión de dos visiones opuestas que coinciden en el tiempo.
Es decir, una regresión en Gipuzkoa cuando desde Roma se promueve justamente lo contrario. El territorio ha vivido durante la última década un periodo eclesial restauracionista, levantando muros al cambio en el seno de la Iglesia, al tiempo que el Papa Francisco redobla esfuerzos en su apuesta justamente por todo lo contrario: la reforma conciliar. Un desconcierto con repercusiones en lo eclesial y en lo pastoral. “Uno se asombra cuando le escuchamos decir al obispo que la diócesis estaba hace diez años menos unida que ahora. Uno se asombra porque es mentira, eso no es verdad. Se ha producido una fractura de la comunión diocesana, una desmembración y una desintegración”, precisa Azurmendi.
En la rumorología eclesial vasca circula desde hace años la idea de que Roma sopesa encomendar otra misión a Munilla. Lo cierto es que, salvo poniéndose gafas de madera, es imposible no ver que no ha cuajado en la diócesis, dice Elzo. Menos aún entre la mayoría de los sacerdotes que se han manifestado en repetidas ocasiones, y públicamente, en contra de su forma de pastorear. El sociólogo alude a esa lectura política que se hizo hace una década del nombramiento de Munilla. Llegaba tras el enorme legado dejado por el obispo emérito José María Setién, fallecido el año pasado a los 90 años, y Juan María Uriarte. Ambos acusados de nacionalistas. A este respecto, el sociólogo se pregunta lo siguiente. “¿Pero acaso han escrito alguna vez Setién o Uriarte que la unidad de Euskal Herria es “un bien moral y que mantener esa unidad corresponde a las exigencias del bien común” como sostuvo el Cardenal Cañizares de la unidad de España?”.