ERMUA - La fachada de tonos amarillos y marrones se mantiene impávida ante las nuevas promociones inmobiliarias que se han ido construyendo a su alrededor, un enclave de orografía adversa en el último recoveco de Bizkaia. A sus pies, una angosta acera de poco más de un metro de ancho se topa con un pequeño local comercial. Es una albañilería, precisamente al oficio que Miguel Ángel Blanco Garrido (Ermua, 1968-Donostia, 1997) se dedicó mientras encontraba un empleo acorde a su formación universitaria en Ciencias Económicas. A su lado, el portal número 11, que fue testigo de las idas y venidas de un joven que exhibía un tic en los ojos y hablaba de manera atropellada cuando se ponía nervioso. La empinada ladera que se erige enfrente se convirtió en julio de 1997 en un centro de peregrinación de vecinos y periodistas en apoyo a una familia rota que aguardaba un milagro que pusiera fin a una macabra e inexorable lucha contra el reloj.

Pocas veces en sus 29 años de vida fue más feliz que en aquel comienzo de verano. A Míguel -como le llamaban- le sobraban motivos para estarlo. Al fin había desterrado el mono de albañil para enfundarse en un elegante traje. La consultora de Eibar en la que trabajaba le acababa de renovar el contrato y compaginaba las horas de oficina con su tarea como concejal del PP en el Ayuntamiento de Ermua. Por si fuera poco, aún le quedaba tiempo para tocar la batería con sus amigos y, sobre todo, para su novia, a quien adoraba. Las campanas de boda repicaban en el horizonte y ya estaba de camino el Renault Megane con el que tanto había fantaseado. Solo dos salpicaduras deslustraban su idílica tesitura: la distancia con su hermana Marimar, que estaba complementando sus estudios de Turismo en Inglaterra, y el triunfo liguero in extremis del Real Madrid tras un disputado campeonato con el Barcelona, su equipo del alma.

El camino que hacía dos veces al día hasta el tren para ir a trabajar es descendente y rápido. Ni siquiera da tiempo a reproducir una canción de Héroes del Silencio, su grupo favorito. La estación de Ermua está en plenas obras y pronto -aunque más tarde de lo previsto- dispondrá de unas modernas y vistosas instalaciones que no tendrán nada que ver con aquellas que atestiguaron los últimos pasos en libertad de un joven hijo de emigrantes gallegos. Por el momento, una terminal provisional construida a base de contenedores prefabricados hace el apaño. El trayecto en tren hasta Eibar dura apenas 10 minutos y el billete habitual cuesta hoy alrededor de un euro, una moneda que los bolsillos de Blanco nunca cobijaron. El punto de destino es una histórica estación de 1909 algo remozada y custodiada por una estatua al dulzainero de Estella. Allí aguardaba el 10 de julio de 1997 Irantzu Gallastegi con un arma disimulada entre su ropa para desencadenar un órdago a la grande que movilizaría a la sociedad vasca en contra de ETA como nunca antes. Un desconocido concejal del PP de la vecina localidad de Ermua era secuestrado a plena luz del día por tres integrantes de la banda que activaban así una cruenta moratoria a su ejecución. Egin Irratia recibía minutos después una llamada en la que se informaba del ultimátum: o el Gobierno español acercaba a todos los presos de la banda a Euskadi -unos 600- o Miguel Ángel Blanco sería asesinado el sábado 12 a las 4 de la tarde.

LUCHA CONTRA EL RELOJ El entonces consejero de Interior, Juan Mari Atutxa, recuerda aquella cuenta atrás como “una vivencia minuto a minuto verdaderamente dramática”. La mesa de crisis que se constituyó no se daba por concluida en ningún momento a la espera de un soñado avance en la búsqueda del lugar en el que Blanco fue recluido. La desesperación se apoderaba de los ertzainas, que no se atrevían a mirar el reloj. Cada segundo que pasaba reducía las pocas esperanzas que quedaban. “Yo era consciente de que esa barbaridad se iba a producir. De lo contrario, ¿qué clase de banda terrorista sería la que secuestra a una persona, lanza una amenaza y después deja de ejecutarla porque haya habido una movilización impresionante?”, rememora Atutxa.

La noticia le cayó como un jarro de agua fría a Luis Eguíluz, actual portavoz del PP en el Ayuntamiento de Bilbao y exconcejal en Ermua, donde tuvo como compañero de bancada al propio Blanco. Un viejo amigo de la facultad, creyendo que era él el secuestrado, le puso en alerta. “Todos teníamos la concepción de que nos podía pasar a cualquiera, pero fue entonces cuando terminamos de asimilarlo de verdad”, comenta veinte años después.

Eguíluz se desplazó inmediatamente hasta el domicilio familiar de los Blanco Garrido. Allí se encontró a unos padres derrumbados, incapaces de explicarse lo que estaba sucediendo y preocupados por traer cuanto antes a su hija Marimar, que estaba en Reino Unido. Junto a ellos, la novia de Miguel Ángel y, más tarde, varios familiares venidos desde Galicia. “En la política conoces a tus compañeros, pero no a sus familias. Tener que conocerles en una circunstancia así es horrible”, se lamenta. El clima en la casa de Ermua era desolador, pero nadie llegó a preguntar si el Gobierno español estaría dispuesto a aceptar el chantaje de ETA.

UN ATISBO DE ESPERANZA El camino Urnieta de Lasarte combina una carretera convenientemente asfaltada entre sinuosas curvas con otras sendas de más difícil acceso. La zona está poblada por varias casas y una sidrería bastante más económica que el cercano restaurante de Martín Berasategui. La postal, adornada con unas lejanas vistas al Cantábrico, perdió su tono bucólico cuando el reloj marcó las 4 de la tarde del 12 de julio de 1997. El resonar de los dos disparos que Txapote endosó en la nuca de Miguel Ángel Blanco llegó a Ermua transformado en un ensordecedor silencio. “La angustia nos embargaba y de pronto se nos informó de que había aparecido una persona con dos tiros en la cabeza. La barbaridad se había producido”, recuerda el exconsejero de Interior.

Pocos minutos después, las sensaciones eran confusas. Habían encontrado su cuerpo, no su cadáver. Aún se conservaba la esperanza de que ETA hubiera vuelto a fracasar tras la liberación de Ortega Lara unos días antes. La ambulancia le trasladó rápidamente a la Residencia Nuestra Señora de Arantzazu. Dos décadas más tarde, el recinto se llama Hospital Universitario Donostia y acoge en su interior modernas máquinas que atienden a una sociedad progresivamente más envejecida. A su entrada a Urgencias Generales, las ambulancias siguen enfilando todavía hoy una cuesta descendente en la que las cámaras captaron la última imagen con vida de Miguel Ángel Blanco. Hasta allí acudieron sus familiares y numerosos representantes políticos. En un principio reinaba cierto optimismo, pero las noticias fueron empeorando a medida que pasaban las horas. Cuando restaban unos minutos para las 5 de la madrugada, el médico certificaba su defunción.

El asesinato de Blanco ha quedado marcado en la retina de muchos como uno de los episodios más crueles de ETA. “Ocurrió porque el terrorismo tiene que ser cada vez más brutal. Cuando la sociedad no se arrodilla ante las barbaridades, tienen que abrir más la manguera para intentar someternos a una dictadura horrorosa”, subraya Atutxa. “Tenía 29 años, empezaba a cobrar de lo suyo, se iba a casar, había dado la señal para un coche... ¿Cuántos proyectos vitales como los suyos habrá cercenado ETA? ¿Y para qué?”, plantea Eguíluz.

Meses después apareció entre las pertenencias del concejal asesinado una factura de unos grandes almacenes de Eibar que se había comprometido a pagar a plazos. Su hermana Marimar llamó a la tienda para informar de que no se habían efectuado los dos últimos pagos. Al otro lado del teléfono, un dependiente escuchó el nombre del cliente y apenas acertó a responder: “No se preocupe, está todo solucionado”.