en el siglo XXI, las monarquías están acarrear regalos una noche, como la del jueves al viernes, y para hacer escarnio de ellas, sin tapujos, el resto de días del año. También sirven, por supuesto, para tener algo sobre lo que hablar en las sobremesas, y en las tertulias televisivas, radiofónicas, o en los reportajes pastelosos de algunas revistas. Otras publicaciones, más satíricas, también celebran que haya una casa real en España, sobre todo cuando la propia monarquía hace el ridículo de impulsar la retirada de alguno de sus números porque, a su parecer, a veces el humor es un atentado contra su arcaica integridad moral, proporcionándonos ejemplos estupendos, además, de lo que es el efecto Streisand en los medios.
No obstante, en España aún quedan algunos románticos, reticentes a ver a la monarquía como lo que realmente es: un carísimo monigote fuera de este tiempo y de cualquier lugar. Un vestigio del pasado que recuerda a sus súbditos (tanto a los juancarlistas como a los republicanos vascos y españoles), insultantemente, que si ellos están ahí ahora es solo porque todos sus predecesores han defendido sus derechos anacrónicos con violencia (directa y estructural) y crueldad. Y en eso, la casa real española es tan moderna o tan cavernícola como la británica, la danesa o la de Beckelar.
Cíclicamente, un escándalo salpica a alguna de las acomodadas familias reales, de esas que basan todo su mérito en haber nacido de la mujer adecuada. Y en España, recientemente, un vasco acaba de dar una sonora bofetada a la integridad de unos privilegiados a los que señaló Franco como sus sucesores, y que han acatado, con solvencia y debidas genuflexiones, los principales partidos en el Estado. Por desgracia, ese movimiento de bases que ha provocado Urdangarín ha sido involuntario, y por ello no puede colocarse en el haber de los vascos a favor del progreso en el Mundo.
Pero lo más sorprendente, sin duda, es el peloteo con alevosía que se aprecia, en general, en los medios españoles. Salvo honrosísimas excepciones, como la de La Sexta, los demás grupos mediáticos apuestan por el silencio, la concordia, y los favores reales: o se omite el tema, o se circunscribe a la acción de un Iñaki Urdangarin que ha engañado a todos, empezando por la infanta Cristina (aunque algunas de los elementos de la trama también estén a su nombre, e incluso al de sus hijos) y siguiendo por la reina Sofía. Al rey no (que a Juan Carlos, el campechano, no le engaña nadie, al parecer), que conste: el rey no aprobaba las acciones de su yerno. Lo que implica, por cierto, que las conocía, que el encubrimiento también es un delito tipificado, y la ley es igual para todos. Que lo dice el rey.
Además, es un estupendo ejercicio de voyerismo observar cómo compiten entre sí cadenas de televisión, publicaciones y programas, por ser las que antes y mejor inician el masaje mediático que necesita la audiencia española: incluso Urdangarín ha sido la víctima ambiciosa de un depravado moral que le indujo a todos los actos que, en primera instancia, duelen en el seno de la familia real española. Ni qué decir tiene lo que duele en el bolsillo de los ciudadanos, que comprueban cómo sus impuestos han servido para pagar, supuestamente, desmesurados emolumentos a quien vendía en nombre de la casa real.
En momentos como este merece la pena recordar al profesor de la UPV/EHU, Juan Luis de la Cruz Ramos, que puso en la boca de su Lázaro Valbuena aquel humilde: "Honestamente, yo no podría ser un rey". Honestamente, los que lo son en la actualidad, tampoco deberían.