El hombre de las grandes alas levanta el vuelo
bILBao. The End, como podía leerse en las largas sesiones de cine que alumbraron el crepúsculo de su vida. "Había veces en que hablaba con los amigos de la película que íbamos a ver con tanta pasión que olvidábamos proyectarla. El cine es también eso, recuerdos...". El último mohicano de una casta de empresarios vascos irrepetibles ensilla y cabalga, empequeñeciéndose, rumbo a un destino lejano donde, ¡ojalá!, se encuentre al fin con Marilyn Monroe, "una actriz increíble a la que le bastó un pestañeo para conquistar a un intelectual como Arthur Miller y dos respiraciones en el cumpleaños de John F. Kennedy para dejar a medio mundo sin aliento...". Lo pensaba entre admiraciones y un poco a lo vacilón porque Maryanne fue siempre su "rubia de ojos azules", su Marilyn que hoy le llora porque la butaca ha quedado vacía...
En realidad, Gonzalo Artiach (Getxo, 1942-2011), el empresario de vieja escuela, audaz e intuitivo no ha muerto: solo se ha ido de la pantalla hacia ese horizonte al que siempre van las grandes estrellas cuando acaban su interpretación... ¡Qué gran papel el suyo! No ha sido una rendición de bandera blanca ante el terrible enemigo de la enfermedad, sino una lucha clarividente contra la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), una enfermedad "que yo tengo pero que no me tiene a mí" y que jamás le doblegó la frente pese a que le impedía sujetar la cabeza como él quisiera. Socarrón ante la adversidad como los grandes vascos, cuando esta cedía a la ley de la gravedad y se ladeaba como un buque en medio de la tempestad o se vencía hacia delante, soltaba una de las suyas. "Perdona, se me ha caído la cabeza. ¿Me la sujetas, por favor...?". Eso cuando no te saludaba con un "perdona que no me levante y te estreche la mano", anclado ya a la silla de ruedas, su último caballo...
Las biografías exprésque afloran al cabo de su adiós le acreditan como un empresario lince y astuto, primer presidente del Centro Industrial y Mercantil de Vizcaya, cofundador de Confebask y miembro del Comité Ejecutivo de la CEOE, entre otros muchos cargos. Le reconocen, cómo no hacerlo, su ascendencia en la empresa de su vida, aquella que fundó su padre - "cuántas veces le oí contar que los mejores clientes eran las mujeres y los niños porque su olfato tenía memoria", solía decir de la niña de sus ojos, de aquella empresa que llegó a ser espiada por los japoneses "para descubrir el milagro de las Artinata"...- pero no hablan de su carácter iconoclasta. "Basta con que me digan que hay que ir por aquí para que yo decida ir por allá: me lo pide el cuerpo", solía decir. Aferrado al viejo espíritu de los empresarios vascos, Gonzalo Artiach se confesaba "un defensor de la libertad universal del hombre para la creación de riqueza, pero hay cosas que son obscenas". Sus palabras eran dardos envenenados para quienes buscaron atajos financieros con los que levantar un imperio de papel, como si temiese que ese buen nombre que trazaron los hombres y mujeres de su generación, de aquellos tiempos en los que la palabra dada valía más que galones de oro y en los que el carro del progreso iba guiado por riendas expertas. "Vivimos la revolución de los mediocres", aseguraba en DEIA hace apenas dos años, con la misma clarividencia con la que se sumó al carro del primer Gobierno vasco de la democracia, "repleto de grandes hombres que hicieron grandes obras".
Hay vidas que se escriben a la violeta y otras tantas que son cinceladas en piedra. La de Gonzalo Artiach pertenece a este segundo género. En sus testimonios Gonzalo recreaba un mundo que hoy parece desvanecerse, "aquella vieja Europa que es hija de Pericles y los griegos y del hijo de un carpintero de Nazaret" que, a su entender en la entrevista concedida a DEIA hace algún tiempo "era un rojo de cojones, no como estos rojillos de hoy en día, llenos de rencor". El hijo del carpintero, huelga decirlo, era Jesús. La tradición cristiana del viejo continente marcó el camino de un hombre que jamás humilló la cabeza ante los embates de la vida, duros embates a nada que se bucee en su biografía. No son días estos para rescatar las amenazas, las crisis o los malos tiempos. Basta una frase del histórico empresario, que hace apenas unos años recibía el caluroso homenaje de los pares de su tribu, para resumirlo todo. "Lo inteligente", aseguraba Gonzalo, un hombre visionario, "es aprender de los errores ajenos. No lo he debido ser tanto si considero que he aprendido tanto de los míos que podría convertirme en asesor de empresas para contar cómo no se deben hacer algunas cosas".
Hoy, cuando levanta el vuelo el hombre de las grandes alas, sabemos que aquel fue un pecado venial de falsa modestia. La huella de Gonzalo queda imborrable por donde pasó. Incluso a pesar de encontrarse inmovilizado por su enfermedad, Gonzalo Artiach mantuvo una intensa actividad intelectual. Así, en los últimos meses decidió plasmar toda su experiencia vital en un libro, Tambor. El mundo según Gonzalo Artiach, un alambique literario en el que se destilan reflexiones tan profundas como divertidas. Tambor fue el nombre que le dio su madre siendo aún niño. Era un guiño a los viejos tiempos, a la familia y a sus raíces. Un gesto para el que contó con la colaboración del escritor Pedro Gumizio, encargado de trasladar al papel las palabras del empresario. Quiso darle a la obra un sentido más allá del de testamento intelectual, un fin propio del pensamiento empresarial y humanista: el beneficio social. Así, todas las ganancias obtenidas por la venta de la obra fueron, son y serán destinadas a asociaciones que luchan contra la ELA, ese pájaro de mal agüero que se posó sobre su cuerpo pero que fue incapaz de borrarle la sonrisa ni el aliento hasta el último suspiro. Mírala, Gonzalo, Marilyn está allí...