El pasado fin de semana, el diario DEIA ponía a disposición de sus lectores la posibilidad de hacerse con un balón de fútbol. De chaval, tener un balón de reglamento era una de mis mayores aspiraciones. Creo que la mayoría de los jóvenes de mi época tenían el mismo anhelo. Y la pretensión no era baladí. En torno al balón había toda una jerarquía, unos valores y hasta una identificación social. Para mis mayores, aquello de jugar al pelotón sólo traía inconvenientes. Rodillas magulladas, barro en toneladas, ropa sucia, fricciones con el vecindario, cristales rotos? En fin, el acabose. Para nosotros aquello era lo más de lo más. Sobre todo para el dueño del balón. El dueño de la pelota era el dueño del corral. Él decidía cuándo se jugaba y cuándo no. Cuándo se acababa el partido. Elegía equipo (echaba a pies con el líder del otro equipo para hacerse con los mejores) y, en un nivel supremo, cuando las tornas fueran negativas o cuando se le ponía en las narices, decía que el partido se había acabado. Y punto redondo.
Mis hermanos y yo jugábamos en la carretera de la punta. Era una estrada semiasfaltada entre dos huertas en el barrio de Las Sindicales de Galdakao. Allí vivían aitite y amama y muchos fines de semana los pasábamos arreando puntapiés en aquella calzada de menos de cinco metros de anchura llena de grijo y de charcos. A ambos lados, las huertas de Usabo (Ugazaba), el viejo cascarrabias que amenazaba con quitarnos el balón cada vez que éste acababa en la hierba.
Los equipos se formaban entre los chavales del bloque de viviendas. Fernando, Jesusangel, Francisco Javier, Juanjito, Angelito, Alberto? Las porterías se construían con piedras, con jerseys, con todo lo que tuviéramos a mano para marcar una línea imaginaria pero respetada. Eran los postes y según se terciara y dependiendo del nivel de agresividad del momento, la jugada no había sido gol pues había pasado por el poste o había pasado por alto, dependiendo de la estatura del portero accidental.
Las dudas y las encendidas broncas siempre las dirimía el dueño del balón. Si le llevabas la contraria, corrías el riesgo de que el partido se acabara y a otra cosa mariposa. Así que el propietario de la bola era dueño, árbitro y el as de oros si se lo proponía.
Otro jugador con función específica era el saltatapias. Era, por así decirlo, el más débil. El tonto útil al que siempre le tocaba saltar el muro para coger la pelota desviada al otro lado de la huerta. El saltatapias siempre protestaba. "Que vaya otro, siempre me toca a mí" -decía-. Pero el grupo se compactaba socialmente para recriminarle y amenazarle con dejarle sin jugar si no se subía al muro y corría el riesgo de romperse la crisma para recuperar la bola. Superado el obstáculo, lo prioritario era que devolviera el balón al ámbito de juego aunque él las pasara canutas -en solitario- para, entre zarzas , maderas, clavos y demás trampas, volver con los demás.
El partido se acababa, bien cuando el dueño del balón decía "hasta aquí" o cuando las viejas tecnologías de la comunicación anunciaban la interrupción del choque. "¡¡¡Fulanito!!! " -se oía por la ventana de la barriada- "¡¡¡A casa a cenar!!!". Y al tercer grito, con tintes ya de amenaza, el combate futbolístico se daba por concluido.
Aquellos partidos enconados, las jornadas de a gol-portero, los penaltis? Allí, en la punta y más tarde en Basauri, en la campa de Santi o en los cuarteles fueron irrepetibles momentos de juventud. Yo quería ser el dueño del balón. Pero por mucho que lo pretendí, ni los reyes magos ni los cumpleaños lo hicieron posible. Sólo lo consiguió la merienda. Me explico. Gracias a aquellas onzas de chocolate con pan que asiduamente merendábamos conseguí de Chocolates Zahor (hay que ver la cantidad de chocolate que comíamos) un pelotón de cuero rojo. Con la válvula por fuera (hacía un daño del carajo cuando rematabas de cabeza). Pero, para entonces me había hecho mayor.
En otros ámbitos de la vida, siempre hemos jugado con el balón de otros. Hoy es el frente normalizador el que dice quién juega o quién no. O el monopolio informativo adosado al frente político, a modo de saltatapias, el que resuelve quién sale en la foto o quién, por su designio, se ha transformado en un ser del inframundo cuyo rostro no se refleja en el espejo.
Estaba ya persuadido de que para recuperar la pelota no había otro remedio que volver a comer chocolate -no fumarlo- cuando llegó la promoción de DEIA. Salí corriendo al kiosco y llegué a tiempo. Era el último balón que quedaba. ¡Qué alegría! Era mío. El problema es que, a tenor de cómo botaba y de su forma irregular, me debió tocar el balón de Gurpegi. Para la próxima, si es posible, me pido el de Ibrahimovic. Ados?