CUANDO la sociedad mayoritaria piensa en la relación entre Pueblo Gitano y violencia de género, el prejuicio es claro: “Las mujeres gitanas sufrimos más malos tratos porque nuestra cultura es especialmente machista”. Esa idea es fruto de una de las estrategias más perversas del antigitanismo de género en tiempos de popularización del feminismo: caricaturizar a las personas gitanas como mujeres sumisas y hombres violentos.

Desmontando estereotipos sobre las mujeres gitanas y la violencia machista

Desde AMUGE y con la financiación de Emakunde, junto con la investigadora Tania Martínez Portugal, hemos llevado a cabo el Diagnóstico para el diseño de una formación con perspectiva gitana a profesionales del sistema de atención a víctimas de violencia de género de la Comunidad Autónoma de Euskadi (CAE), con el doble objetivo de conocer la percepción de las mujeres gitanas vascas sobre la violencia de género e identificar las necesidades de formación intercultural y antirracista del personal de los servicios esenciales de atención a víctimas sobrevivientes de la CAE.

Queremos agradecer su colaboración y honestidad a todas las personas que han participado y matizar que no es nuestra intención señalar el racismo del personal de esos servicios, sino la globalidad y carácter sistémico del problema, tal y como hemos comprobado tras conocer proyectos similares en otras comunidades autónomas. Nuestro objetivo, por el contrario, es ofrecer una herramienta útil para la mejora del sistema de atención a víctimas sobrevivientes, partiendo del reconocimiento de las prácticas de la comunidad gitana frente a la violencia de género.

Según los datos recabados el número de mujeres gitanas que han solicitado atención a lo largo de los últimos años es muy pequeño, tanto en relación a la sociedad mayoritaria, como en relación a otras mujeres racializadas. La pregunta entonces es: ¿Por qué no llegan las mujeres gitanas en situación de violencia a los servicios públicos? Las respuestas que dan las profesionales y las que dan las mujeres gitanas entrevistadas revelan el escaso conocimiento sobre la cultura gitana y la prevalencia de los estereotipos. Veamos:

Las profesionales lo atribuyen a la presión y represalias del entorno de la víctima, a que el problema de la violencia está más oculto y normalizado dentro de la comunidad gitana, o que a las mujeres gitanas les cuesta mucho identificar que están en una situación de violencia de género. Sin embargo, las entrevistas con mujeres gitanas han desmontado el prejuicio de que la violencia de género está más extendida y aceptada en nuestra cultura. La mayoría identificamos claramente y consideramos inaceptables las agresiones físicas y amenazas verbales graves (insultar, humillar, jurar), mientras las expresiones más aceptadas coinciden con las más normalizadas en la sociedad mayoritaria, como las actitudes de control y de celos en la pareja. La clave reside en la desconfianza que nos generan dichos espacios, desconocedores e inadaptados a nuestra especificidad cultural. Mientras el antigitanismo opere en la sociedad, las

mujeres gitanas vamos a percibir el espacio, las instituciones y a los poderes públicos cómo ajenos e inseguros.

Además, es imprescindible que las profesionales que intervienen en violencia de género conozcan y reconozcan nuestros códigos y valores, para poder entender tanto a las mujeres gitanas que llegan a los servicios como a las que no recurren a ellos. Y es que, para la mayoría de las entrevistadas, su primera opción como vía de resolución de conflicto no son los Servicios Esenciales sino nuestra propia comunidad, los procesos de mediación que el autoordenamiento gitano contempla; si la mediación funciona, las mujeres no llegarán a los servicios esenciales. Esta estrategia colectiva de protección es muy bien valorada por las mujeres gitanas, que funciona como alternativa a una justicia (aquella instituida por la sociedad mayoritaria) que históricamente nos ha reprimido y castigado y que reconocemos como resultado de las resistencias del pueblo gitano y de nuestros valores comunitarios frente al individualismo. Por ello, si las y los profesionales transmiten a las víctimas un prejuicio negativo hacia la cultura gitana, estas responderán con una actitud de desconfianza, rechazo o insumisión.

Si son pocas las mujeres gitanas que llegan a los servicios esenciales por violencia de género, son menos aún las que interponen una denuncia policial; fundamentalmente, aquellas que han perdido la protección de la comunidad y que no ven otra salida. Esto ocurre sobre todo cuando se cronifica la dinámica de romper y volver con el maltratador. Así, es importante entender que las mujeres que llegan a las instituciones y, más aún, las que interponen una denuncia, necesitan ayuda urgente. Esta cuestión genera una imagen sobredimensionada y estereotipada de la violencia de género en el pueblo gitano, dado que los casos que les llegan, son los más extremos.

¿Por qué tanta resistencia a interponer una denuncia policial? En primer lugar, porque entre las personas gitanas está muy arraigada la desconfianza hacia los cuerpos policiales, configurados históricamente como agresores y represores de nuestro Pueblo. En segundo lugar, porque las mujeres se resisten a ser ellas mismas quienes promuevan una doble criminalización sobre miembros de su propia comunidad. Y por último, porque la decisión de denunciar puede desencadenar conflictos entre la familia del agresor y de la víctima.

Por todo ello, una de nuestras demandas es que se garantice el acceso de las víctimas que no quieran interponer una denuncia policial los mismos recursos y las mismas facilidades que obtendrían mediante la denuncia. Porque, si bien en los últimos años se han ampliado las vías de acceso para la obtención de la acreditación como víctima, la denuncia sigue siendo imprescindible de facto para acceder a una orden de alejamiento.

Las y los profesionales de servicios esenciales lamentan en las entrevistas que las mujeres gitanas desestimen los recursos de atención a víctimas de violencia de género a su alcance. Ahí emergen de nuevo los prejuicios, como pensar que una mujer gitana no quiere escolta porque su entorno delinque. Sin embargo, las entrevistas con mujeres gitanas víctimas de violencia alumbran problemas reales, como que una de ellas abandonó el refugio para atender responsabilidades familiares, dado que en la cultura gitana priorizamos los cuidados y los duelos: “Mi hermana estaba muy enferma y se murió una prima mía”. “Si su madre se pone enferma, irse dos días a cuidarla pues en nuestra cultura es normal. No esperamos y pedimos permiso… mi madre está mal y me voy”, expresó otra participante en el grupo de discusión. Otras mujeres explicaron por qué no eran satisfactorias las soluciones de vivienda que les daban: por ejemplo, cuando el piso está demasiado alejado de su familia o, al contrario, cuando está tan cerca que temen que eso propicie las represalias del agresor hacia sus familiares.

En definitiva, necesitamos medidas o protocolos específicos dirigidos a reconocer y atender de forma adaptada las necesidades de las mujeres gitanas víctimas supervivientes de violencia de género en procesos como la valoración del riesgo o la adjudicación de vivienda. De lo contrario, ver o no solucionado nuestro problema dependerá de la sensibilidad, flexibilidad y voluntariedad de las personas trabajadoras de los servicios.

Necesitamos también que las y los profesionales entiendan que la triple (al menos) discriminación que vivimos por género, racialización y clase afectan no solo a la forma en que vivimos la violencia, sino también a la respuesta y recursos que necesitamos para salir de ella.

Mientras el antigitanismo siga operando en la sociedad, las mujeres gitanas veremos condicionada nuestra agencia, autonomía y oportunidades vitales. La igualdad de trato por parte del personal de los servicios públicos no es suficiente; necesitamos un marco que garantice un trato antidiscriminatorio y antirracista. Hasta entonces, las mujeres gitanas seguiremos sufriendo una victimización secundaria por parte de las instituciones que tienen que garantizar los derechos de toda la ciudadanía.

Para acabar, hoy, 25 de noviembre, queremos poner en valor el autoordenamiento que el pueblo gitano pone en práctica para garantizar la protección de las víctimas supervivientes de violencia de género, poniendo en el centro el bienestar de estas, de sus criaturas y familiares. Este autoordenamiento es centenario, fruto de la persecución y hostigamiento hacia nuestro pueblo, y la hemos mantenido hasta nuestros días por ser una vía justa, eficaz y reparadora, como recogen los diferentes testimonios del Informe. En un contexto como el actual, en el que impera el individualismo tanto en las instituciones como en el funcionamiento de la sociedad mayoritaria, creemos que esta cosmovisión desde lo comunitario podría ser una solución feminista alternativa al modelo actual.

* Responsable de AMUGE, Asociación de Mujeres Gitanas de Euskadi