Las laboriosas abejas, que no sobreviven a temperaturas por debajo de 10 grados, acabaron sepultadas por un alud. La sociedad de la nieve se lo llevó casi todo en los Goya de Valladolid, a la que no concurrió el equitativo Salomón con el reparto de los premios a mejor película y mejor dirección, pues ambos recayeron en la triunfadora de la noche, mientras la colmena vasca, más hermosa pero menos espectacular, se llevó tres formidables estatuillas.

Y con ese sabor agridulce para 20.000 especies de abejas concluyó una fiesta soporífera que reclama a gritos su renovación como formato. La audiencia de TVE cayó a 2,3 millones, al límite del fracaso.

Hubo cosas, claro, que estuvieron bien; pero lo último fue perfecto, cuando Pedro Almodóvar, sobre el estrado, dio réplica al vicepresidente facha del Gobierno de Castilla y León, quien dos días antes había calificado de “señoritos” a la gente del cine y que, según él, producen “obras cinematográficas que luego no ve nadie”.

En la fiesta de la nieve brilló Sigourney Weaver, la dama versátil que va de jefa cabrona en Armas de mujer a afligida protectora de mujeres en la reciente serie Las flores perdidas de Alice Hart. Su Goya internacional fue de lo mejor de una gala feminista con su lema Se acabó, versión hispana del #MeToo.

La basauritarra Sofía Otero, a quien la Academia privó de competir como mejor actriz protagonista por ser menor de 16 años (¡eso es edadismo!), compuso con sus lágrimas de felicidad la cumbre emocional en la entrega a Ane Gabarain del Goya de actriz de reparto.

Y la dignidad se la llevó entera su directora, Estibaliz Urresola, al denunciar el genocidio de Gaza y tener el honor de crearnos una película sublime que justifica la razón del cine: sin el cine la realidad no existiría.

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La gala de los Goya EFE / EP