Sí. Toménselo literalmente. Leonormanía. Y no lo digo porque la popularidad de La Borbona se haya disparado, ni porque digan de ella, pomposamente, que es una marca exportable. Sino porque su puesta de largo institucional ha sido un real tostón. Hasta la coronilla estoy de tanto fasto. Cientos de medios dando la turra con la preparada. Pero, tranquilos, que ya será la campechana. Lameculos y cortesanos se han cansado de pregonar lo bien que le sienta el traje militar y la melena tan bien recogida que luce. La heredera en modo influencer. Que si se tira al suelo con el fusil, que si jura la bandera, que si hace un discursito en sus premios, que si jura la Constitución de blanco inmaculado. Es verdad que por ser la primogénita se tiene que comer un “mojón” de protocolo y responsabilidades, mientras la pequeña se pega la vida padre. Aunque si no le gusta, siempre puede abdicar y prepararse unas oposiciones. Sin arrendarle la ganancia tampoco es que me dé pena ¡eh!, que solo le queda nadar en la abundancia el resto de su vida sin dar palo al agua. Mientras tanto, la plebe aguantando un tsunami de pósters, carteles, escudos de armas y dulces con la banderita rojigualda. Madrid volcado en el evento mientras a la caída del sol pululan licántropos, zombis y criaturas aterradoras. ¿Qué les da la monarquía? Nada. Cuentos de princesas. Pero para eso ya están los libros y puedes eliges cuál leer.

clago@deia.eus