RECUERDA, sentada en el sofá de su casa, que la primera torta se la propinó el energúmeno en su luna de miel. Para marcar territorio. Con la alambrada invisible del terror, que no hay quien se salte. Que la que más le dolió fue una que no se esperaba, por la humillación de recibirla en público. Que no hallaba refugio donde cobijarse ni en su familia, en aquella época en la que los trapos sucios se lavaban en casa, aunque el trapo fueras tú. Que tuvo escolta, que si ahora se le acercara, le pitaría el móvil. Que vivir bajo la sombra de la amenaza ha hecho que salga menos de casa y que siempre que sale está en alerta, como si se fuera a dar de bruces con él al doblar una esquina. O lo que es peor, la fuera a atacar por la espalda. Con esas cicatrices habla orgullosa de sus nietos. Y te preguntas cómo ha podido salir a flote entre tanto miedo, tanta angustia y tanta soledad. Lo peor estaba aún por llegar. Apagada la grabadora, te cuenta ese episodio del que casi no sale con vida. Ese episodio que no se atreve a verbalizar, ni siquiera anónimamente, por miedo a ser reconocida. Ese episodio que te quiere confiar para que la entiendas y transmitas su gravedad sin dar detalles. Recrea con un gesto cómo fue la agresión. Describe cómo quedó todo ensangrentado. Y cómo creía que esa vez sería la última. Te mueres de miedo. Solo de escucharla. Solo imaginándote aquella atmósfera intimidante, ese contener la respiración, esa tortura, esa no vida.

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