EL fascismo eterno puede volver bajo el disfraz más inocente. Nuestro deber es desenmascararlo y señalarlo en cada una de sus nuevas apariciones, cada día, en cada lugar del mundo”. Así advertía en 1995 el escritor italiano más célebre, Umberto Eco, de la irrupción democrática en el poder de fenómenos repulsivos como el de la heredera de Benito Mussolini, un siglo después de la entronización del tirano, y bendecida con media sonrisa por el Partido Popular Europeo de Manfred Weber y, por extensión, de sus sucursales en un continente que se desangra. Quien, como Giorgia Meloni, se pronuncia en modo fascista, gesticula como tal y piensa y actúa bajo esos patrones, es fascista sin aditivos, y como tal hay que combatirla, tanto a quien encarna su figura como a sus aliados, en Bruselas, la China o en Génova (13), y de los que habría que desembarazarse sin tapujos ni dando pie a futuros coqueteos a cambio de cromos inertes. Cuando uno no quiere ser parte de la solución se convierte en parte del problema, y cualquier atisbo de acercamiento a siglas que amparan o se ponen de perfil ante aberraciones políticas como la de la nueva gobernanta del Palazzo Chigi romano conduce a ser cómplice, más o menos voluntario, del asentamiento del totalitarismo que apela a enmurallar fronteras y revertir derechos sociales que costaron sangre, sudor y muchas lágrimas. Porque se despeñan Europa y los valores de la Ilustración. l
isantamaria@deia.eus