Parece mentira que haya que explicar ciertas cosas de cajón. Pero ahí vamos. En primer lugar, diré que como víctima frecuente de linchamientos –algunos a degüello e impulsados por colectivos con mucho poder–, condeno sin el menor paliativo el descomunal acoso en las redes sociales que está sufriendo la actriz Itziar Ituño por haber acudido a la manifestación de Sare del pasado sábado. Te guste lo que te guste la marcha, sus motivos y algunos de los personajes que participaron, no es ni media gota de recibo que se cargue violentamente contra quien tomó la decisión que le pareció más oportuna.
Ahí entramos en el siguiente encadenado de obviedades, que empiezan con el derecho de Ituño a tener una ideología o una sensibilidad concreta que le lleva, por ejemplo, a secundar demandas como la excarcelación de los presos de ETA independientemente de sus crímenes y del número de años en prisión que les quede por cumplir. También cae por su propio peso que una personalidad pública como ella es consciente de las consecuencias que puede acarrear su compromiso. Y una de ellas es, como ha sido el caso, la pérdida de las relaciones comerciales que mantenía con ciertas empresas. Es verdad que las compañías, cuando la contrataron, y dado que nunca las ha escondido, debían estar al corriente de las inclinaciones políticas de la actriz. Pero también lo es que esas firmas, ya sea por la presión o por convicción, son libres para rescindir la relación con quien creen que ya ha dejado de representarlas. En la lógica derivada final, tanto los clientes consolidados como potenciales de esos negocios pueden optar por no consumir sus productos o servicios para manifestar su desacuerdo.
A partir de ahí, me repito a mí mismo. Volvemos a estar en un caso de libro de doble vara. Si el pecado de la actriz hubiera sido acudir a un acto del PP (no digo ya de Vox) los papeles estarían cambiados.