ESTA columna ya la he escrito. Es la de prácticamente todos los meses desde hace ahora un año, cuando la invasión rusa de Ucrania terminó de reventar una inflación que ya venía crecidita. Desde entonces, cada registro ha ido batiendo el récord anterior y remontándose en décadas para encontrar algo parecido. El último dato, el que conocimos ayer, con nada menos que un 16,6 por ciento de alza en el precio de los alimentos, nos lleva a principios de los noventa del pasado siglo. Recuerden que hace cuatro semanas, el que yo he bautizado como ministro español de las cosas del comer, el tal Luis Planas, nos aseguró que disponía de informaciones de buena tinta que indicaban, al modo de aquella expresión que tanto usamos durante la pandemia, que la curva estaba a punto de doblarse y que el descenso iba a ser casi tan meteórico con el ascenso.

No solo no ha sido así, sino que se ha confirmado (o sea, reconfirmado) lo que ya intuimos los que apenas tenemos conocimientos básicos de economía y lo que alertaron los que sí saben mucho más: las rebajas o supresiones del IVA de los productos etiquetados como básicos no han servido para nada. “Ha sido una tirita para tratar de contener una hemorragia”, sentenciaba ayer gráficamente una experta. Añado de mi cosecha que lo peor es el pastizal que han dejado de ingresar las arcas públicas.

En resumen, estamos un poco peor que ayer pero algo mejor que mañana. Resulta revelador que, en este punto, algunas cadenas de distribución se hayan erigido en nuestras benefactoras con ofertas sensacionales que cada cual valorará si efectivamente lo son.