JOHN Maynard Keynes, economista considerado el padre de la macroeconomía y cuyos puntos de vista hicieron presagiar la revolución teórica de 1930, que llevaría su nombre, con la obra The General Theory of Employment, Interest and Money donde hablaba de la necesidad de la intervención pública estatal en la economía, lo vio claro. Dijo algo así como que “evitar los impuestos es el único esfuerzo intelectual que tiene recompensa”. Eso, supongo, si a la persona que defrauda no le cogen con las manos en la masa. No se trata de un robo, es algo mucho peor: es esquivar el compromiso con el pueblo de cada cual; es engañar, qué sé yo, al vecino del quinto o a la frutera de la esquina, no al inspector de Hacienda de turno. ¡Menudo negocio!

El fraude es un hábito de mal asiento. Ya nos lo dijo Edgar Allan Poe, aquel escritor con capacidades extraordinarias para descubrir la condición humana en la peor de sus facetas. “El ser humano es un animal que estafa”, subrayó. “Y no hay otro animal que estafe fuera del ser humano”. Acabamos de enterarnos de que el año pasado hubo más de medio millón de fraudes fiscales así que parece que sea peccata minuta, una sisa sin importancia. Es más, se aprecia, en un curioso juego de espejos, que los 430 millones de euros defraudados hubiesen dado para pagar el túnel subfluvial bajo la ría. El que puede usar el vecino del quinto o la frutera de la esquina, como les decía. Con todo, es la propia Hacienda la que se encarga de la vigilancia, una de las consecuencias de la intervención pública estatal en la economía de la que hablaba Keynes. Itxaso Berrojalbiz y su ejército de vigilantes de la bolsa se afanan en detectar el fraude nuestro de cada día. Lo intentan sin desmayo pero a buen seguro que hay un dinero que se va con otro, con ese que tanto le quiere al que no le cuesta recibir pero sí compartir.