COMO en cada año por primavera, llegarán las declaraciones de Hacienda, que pueden ser de amor o de guerra. Es decir, aquellas en las que a la persona contribuyente le corresponde una devolución o un pago. Año tras año se repite el mismo dilema: ojalá a mi me tocase pagar de lo lindo porque eso significa que he cobrado mucho a lo largo de todo el año. Sin embargo, llegada la hora de saldar cuentas, no pocas veces se repite otra situación: intentar escaparse de los impuestos. A nada que ustedes se muevan por la fase intermedia y les salgan un puñadito de euros a devolver pueden darse por satisfechos. Han cumplido en su papel de ciudadano que se encuentra a la orden del día y se lleva un pellizquito para celebrarlo.

Con todo, los impuestos no tiene buena fama. Oigamos, por ejemplo, a quien fuera presidente de Estados Unidad, Ronald Reagan, quien dijo, no sin cierta sorna o guasa, que “el contribuyente es una persona que trabaja para el Gobierno, pero sin haber hecho las oposiciones a funcionario”. Esa sensación comparten no pocas personas, incluso entre los que profesan la fe de que los impuestos son necesarios para que un pueblo, una ciudad, un territorio o un estado florezcan sin que aparezcan las malas hierbas. Es una suerte de regadío.

Pagarán los que aún no ha pagado y cosecharán los que sembraron de más. Ahí se ubica, qué sé yo, la inmensa mayoría de la población. Nos anuncian su llegada como los pájaros anuncian la primavera. Desde hace unos años ya nos remiten la declaración hecha, según algunos opinantes como muestra de que nos vigilan ojo avizor y según otros, como gesto de buena voluntad, aliviándonos el peso de tener que resolver un jeroglífico egipcio sin una piedra Roseta que nos ayude pero sin la posibilidad de que podamos hacer una declaración en la que nos salga el sol.