BUCEEMOS, nunca mejor dicho, en pos de los orígenes. “Catástrofe” proviene de una palabra griega que significa “vuelco” así que encaja a la perfección con lo sucedido estos días, cuando la naturaleza desatada ha traído sus consecuencias. El Kadagua, un río bravo como ustedes sabrán, vuelca sus aguas más allá del cauce con cierta periodicidad y provoca una catástrofe. Son las calamidades nuestras de cada día y cuesta echar un vistazo sobre ellas poniéndole una vis poética al asunto. Aun así, algo se hace. No recuerdo bien quién fue quien lo dijo, pero en algún sitio leí que “los tres grandes sonidos elementales en la naturaleza son el sonido de la lluvia, el sonido del viento en un bosque virgen y el sonido del océano en una playa”. El agua y el viento, ya ven, el terrible cóctel que hoy nos acompaña.

El temporal matutino de ayer, que desató todas sus fuerzas y todas las alarmas, amainó a media tarde, Pronto comenzaron los cálculos sobre lo perdido, lo anegado, lo que se ahogó. Era Leonard Cohen quien cantaba que un pesimista es alguien que está esperando que llueva, eso sin que se le conozca propiedad alguna a orillas de los ríos, regatos y torrentes que nos rodean y que se desbordan a las primeras de cambio, en cuanto se ciernen negros nubarrones de tormenta sobre las isobaras. ¿Cómo no pensar mal si estas inundaciones se han convertido en costumbre?

Un juego de palabras popular encaja a las mil maravillas con lo vivido en las últimas horas. Lo habrán oído más de una vez. “Se avecina la tormenta y se atormenta la vecina”, dice la voz de la calle. Sabemos, porque así nos lo enseñó la vida, que al invierno no se lo come el lobo. Y con todo, parece que el agua siempre nos pilla por sorpresa. No somos capaces de detener a estas fuerzas de la naturaleza y siempre acabamos igual: con las manos en la cabeza.