El bochornoso espectáculo que un día y otro ofrece la dimensión parlamentaria de la política española parece no tener límite; el principal problema radica no tanto en la discrepancia, que es siempre lícita y enriquecedora, sino en el tono discursivo tan duro, tan bronco, tan poco constructivo. Pero, con todo, ese barrizal dialéctico-político al que asistimos, los poco edificantes discursos (tan maniqueos como simplistas), los enfrentamientos y exabruptos que están caracterizando con frecuencia este tiempo político no son lo peor.

Ya no es solo cuestión de buena o de mala educación. Lo peor, siendo como es una mala praxis política, no es solo la creación de ese clima de hostilidad belicosa sino el hecho de que a sabiendas de que tal modo de hacer política derrumba puentes que tanto ha costado edificar se insista en esa orientación. Es la búsqueda del poder por el poder y todo parece valer, cueste lo que cueste en términos de convivencia democrática. ¿Dónde quedan las instituciones, y en particular las Cortes Generales, en medio de esta cainita deriva?

El supuesto conflicto entre Senado y Congreso no existe. Es un falso conflicto, un caso de flagrante fraude de ley (consistente en utilizar una norma, una ley, para un fin distinto de aquél para el que está previsto). Aprovechando su mayoría absoluta en el Senado, el PP exploró en primer lugar la posibilidad de impedir la tramitación de la ley de amnistía. La respuesta negativa de los servicios jurídicos era obvia, aunque su mero planteamiento indica ya una intencionalidad preocupante, un uso artero de una mayoría parlamentaria.

En segundo lugar, el propio PP aprobó en solitario una reforma del Reglamento del Senado para evitar que la proposición se tramitara por la vía de urgencia, con lo que se asegura agotar el límite de dos meses que la ley impone a esa Cámara. Es aquí donde la estrategia del PP comienza a jugar con normas consensuadas que las mayorías coyunturales no deberían modificar a capricho, y esa alteración de las normas de la Cámara es de dudosa constitucionalidad y puramente partidista.

La última derivada de esta preocupante tendencia se ha concretado hace una semana, al plantear solicitar un conflicto de atribuciones ante el Tribunal Constitucional. Esta figura jurídica se reserva para situaciones en las que se produce una usurpación flagrante de las facultades de una institución por parte de otra, algo que desde luego el Congreso no ha hecho en absoluto. Si el PP considera que la ley de amnistía es inconstitucional porque a su juicio supone una “reforma encubierta” de la Constitución, el lugar para dirimir será el Tribunal Constitucional una vez que la ley esté aprobada parlamentariamente.

Toda esta deriva nos muestra un tipo de política estéril, poco inteligente, de corto alcance, mera táctica oportunista y ocurrencias que impacten mediáticamente… y ello agranda, si cabe, el déficit sistémico de la política. ¿Dónde queda la misión ética de la política? La ética de las instituciones, la ética pública tiene como eje central la idea de servicio. Y ahora asistimos a un desmoronamiento de las instituciones públicas, una crisis institucional de proporciones tectónicas que es muestra de la enfermedad crónica del modelo constitucional instaurado en 1978. La ocupación de las instituciones (y la usurpación de sus funciones) por parte de los partidos políticos que se autocalifican como “constitucionalistas” conducen a su inexorable deterioro, una cultura política patológica que mina la calidad democrática y la confianza de la ciudadanía en el propio sistema.