TODA la conspiranoia asociada a los arbitrajes en el deporte se ha materializado con la investigación sobre la relación de F. C. Barcelona y Enriquez Negreira. Los fantasmas de todas nuestras navidades pasadas han adquirido la consistencia del granito, alimentados por esa experiencia flagrante de mal arbitraje que todo aficionado ha vivido alguna vez desde la convicción de que a nuestro equipo se le maltrata en beneficio del rival.

Es malo para el negocio que la sabiduría popular haya decidido que el arbitraje, neutral por definición, ha sido sustituido por el arbitrio, en su tercera acepción según el diccionario: voluntad no gobernada por la razón, sino por el apetito o capricho. Así, quien más, quien menos habrá recopilado una sucesión de errores que han perjudicado a sus colores, que en el fondo es el consuelo más viejo del deporte: por mal que lo hagan los nuestros, la derrota es culpa del empedrado o del capricho de un señor que no es, o no debería ser, de ningún equipo y carece de aliados ante la furia del perdedor.

En el fondo, el ‘caso Negreira’ refuerza el discurso porque no hay pocos convencidos de que un árbitro puede perjudicar por maldad y algunos más de que puede hacerlo por torpeza, pero hay una legión de creyentes en que no dudaría de hacerlo por dinero. Aunque el aficionado mida el agravio en términos de satisfacción y de éxitos frustrados, esto va de dinero. Del negocio que mueve ser una máquina de fichar, ganar títulos, vender camisetas y codearse en el mundo de las grandes finanzas deportivas. El escozor del aficionado se queda en nada frente al cálculo de efectos sobre ese gigante económico. Eso sí que acabará causando castigos ejemplares y la necesidad de limpiar el patio trasero del deporte. El cabreo del aficionado, su llanto incluso, no. Ese solo dura el tiempo entre eventos y reducirlo a unas horas es el mejor sistema de apaciguamiento.