LOS fabricantes occidentales de automóviles soñaban a finales del siglo pasado con conquistar el formidable mercado potencial de la República Popular China, cuyos 1.400 millones de habitantes estaban entonces por motorizar. En pocos años, el escenario ha cambiado radicalmente: el coloso asiático ha hecho bien los deberes, desarrollando una potente industria del motor que se contagia de la milenaria tradición comercial y pone productos altamente competitivos en cualquier esquina del planeta.

No hace tanto, las principales compañías europeas y norteamericanas miraban con prepotencia y glotonería al país más grande del orbe. Se frotaban las manos ante las perspectivas de negocio que atisbaban en una sociedad con tanta gente deseosa de tener coche, con una economía emergente y una industria local por gestar. Pero las autoridades chinas fueron lo bastante astutas como para encauzar y encorsetar la avidez de los inversores extranjeros. Además, tuvieron la perspicacia de ir absorbiendo conocimiento a medida que iban desarrollando un sector de automoción autóctono.

Así pues, la industria china del motor ha progresado mucho desde los poco afortunados plagios a coches occidentales que jalonaron sus comienzos. Se puede decir que disfruta ya de un estimable nivel de calidad, entendiendo por tal esa mezcla de diseño, tecnología y precio que resulta apetecible y convincente.

El actual poderío económico de la República Popular China propicia la paradoja de que algunas de aquellas compañías occidentales llegadas a Asia con ínfulas expansionistas sobrevivan hoy gracias al apoyo financiero de aquellos a quienes pretendían conquistar. A veces, las implacables leyes del capitalismo comportan pequeñas dosis de justicia poética.

Asentada en medio mundo, la industria automotriz china se afana en ganarse al público de la otra mitad. Lo intenta aplicando la tan sencilla como arcaica fórmula del “bueno, bonito, barato”. En general, los suyos son automóviles que encajan en los cánones estéticos de la clientela occidental, tanto por su estampa exterior como por su puesta en escena interior. Disfrutan de niveles de seguridad comparables a los de los productos autóctonos, como avalan las calificaciones de las exigentes pruebas de EuroNcap. Además, tienen poco que envidiar a los coches europeos en materia de tecnología.

La expansión de los automóviles chinos coincide con el auge de la electrificación, faceta en la que los fabricantes oriundos del gigante asiático van en el grupo de cabeza. La decidida apuesta de la industria local del motor, y de gran parte de su clientela, por este tipo de impulsión limpia la sitúa en la vanguardia tecnológica del desarrollo de motores y baterías. Ese liderazgo no es ajeno al hecho de que China posee un alto control de la producción mundial de las materias primas necesarias para afrontar dicha movilidad. Así que el futuro pinta relativamente bien para sus intereses, en Europa y en el resto del planeta.

Encuentra, eso sí, un serio inconveniente que frena aquí esa implantación de sus firmas. No es otro que el desconocimiento, por no decir la incertidumbre y los recelos que despiertan los fabricantes chinos entre el gran público. Este carece de referencias históricas que los avalen, algo que no sucede con las veteranas marcas de casa. Al fin y al cabo, una cosa es desembolsar trescientos euros en un smartphone chino, un riesgo asumible, y otra distinta destinar treinta mil a un coche de la misma procedencia sobre el que no hay antecedente alguno de fiabilidad.

Por mucho que los números canten, demostrando la sensatez financiera de la operación, la clientela del automóvil tiende a ser racional y conservadora. Por esa misma razón es reticente también a comprar modelos a pilas, dada la escasa practicidad que demuestran por ahora. El problema es que estos coches a batería conforman buena parte de la oferta china, de ahí las dificultades añadidas a su implantación. Los eléctricos serán el futuro, pero desde luego no el presente.