COJO con enorme satisfacción el anuncio de la inminente construcción de un bidegorri en una zona por la que transito frecuentemente en mi triple condición de conductor, peatón y bicicletero (que no ciclista, a eso no llego). Me alegra porque se trata de una antigua demanda que, al unirse a los varios tramos que ya funcionan y a alguno más en proyecto, pondrá a disposición de los ciudadanos un amplio espacio que podría ser un paraíso para quien le concede valor a moverse a su anchas.

Y aquí es donde me cambia la cara y remarco el modo potencial del verbo: podría ser... pero no lo es. Porque la realidad sufrida por los que pretendemos hacer un disfrute razonable de tales infraestructuras proyectadas para nuestro bienestar y pagadas por un potosí a cargo de las arcas públicas, es una suma estratosférica de cabreos al comprobar que muy buena parte de los usuarios se pasan por la entrepierna la mínima urbanidad y, desde luego, las normas básicas de empleo. Y así es como nos encontramos a legiones de runners trotando por donde no deben, con el descomunal peligro que supone. O a pelotones de ciclistas ocupando los dos carriles y pasando un kilo de apartarse cuando les viene un pobre desgraciado de frente. O a esos mismos ciclistas invadiendo el terreno de los peatones porque trazan la curva más fácilmente o porque van charlando en paralelo con uno o dos colegas. O a patinadores avanzando en zig-zag a todo lo ancho de la pista, como si no hubiera dos carriles. Así que, queridas autoridades, aplaudo su decidida apuesta por los bidegorris al tiempo que les suplico que no la desbaraten permitiendo su mal uso.