ESPECTO a la muerte, sostengo dos máximas. Por un lado, no nos hace mejores personas. Por otro, cuando acontece la de cualquiera con quien mantuviéramos diferencias, no es el momento de saldar cuentas sino el de manifestar respeto. Y es lo que pongo por delante al redactar estas líneas tras el fallecimiento de Joseba Arregi, una figura que indiscutiblemente tiene un lugar destacado en nuestra historia reciente. La prueba está en la visceralidad de las palabras que hemos podido leer y escuchar desde que trascendió la noticia. Las loas excesivas han tenido su contrarréplica en aceradas diatribas revanchistas.

Incapaz de glosarlo con hipérboles ni de escupir bilis sobre un cadáver reciente, mi reflexión me lleva a lo que, a día de hoy, para mí sigue siendo un misterio insondable. Jamás comprendí qué pudo provocar su radical ciaboga vital y política. El Joseba Arregi que yo conocí y traté a cierta distancia a principios de los 90 del siglo pasado defendía absolutamente lo contrario de lo que sostuvo en el último tercio de su vida. En el tránsito, hubo un trueque diametral de filias y fobias. Los que lo consideraban un sectario sabiniano antiespañol lo acogieron, a la postre, como muestra de la vasquidad entendida como la sublimación de lo español. Y claro, viceversa: los que ponderaban su condición de abertzale ejemplar terminaron apostrofándole como españolazo contumaz. En ese sentido no fue un caso único en nuestro país. En el último medio siglo hemos asistido a no pocos cruces de líneas ideológicas, incluso de extremo a extremo. Los porqués, insisto, se me escapan. Descanse en paz, Joseba Arregi.