Lo que nos ha cambiado Instagram
DECÍA hace unos meses Miguel Falomir, director del Museo del Prado, que no era una cuestión económica la prohibición de sacar fotos y selfies en las salas de la pinacoteca. Se trataba de una cuestión de experiencia y disfrute: el arte necesita contemplación. En la misma entrevista confirmaba el reto que tienen con las nuevas generaciones. Interesarse por objetos bidimensionales y con figuras estáticas no es precisamente lo que los millennials se encuentran en Instagram.
El cambio es evidente. De comprar recuerdos fotográficos (las postales) a querer hacerlos. De viajar por disfrutar, a hacerlo para el selfie y la fotografía, con el miedo a que se caiga Instagram estando en Bali. Supongo que la turistificación que han vivido algunos lugares, no tendrá poca relación con la exposición que han tenido en imágenes virales o series de televisión. El economista Thorstein Veblen ya nos habló en el Siglo XIX del consumo ostentoso: la tendencia que tenían los ricos a consumir solo por ser vistos haciéndolo. La vida urbana, la publicidad que crecía y el auge de los medios de comunicación iban a ayudar en ello. Hoy, eso ya no es solo para los ricos. Algunos estudios afirman que los millennials consumen menos que generaciones previas. Pero cuando lo hacen, dejan buena nota de ello.
Booking ha publicado un estudio en el que entre los numerosos guarismos que incorpora, son varios los que denotan la superficialidad de nuestra sociedad. En España, un 21% de las personas que viajan prefieren alojarse en lugares que pueden fotografiar; un 19% aspira a convertirse en influencer (sic); un 13% se fija en lo que sus referentes físicos e intelectuales (sic) ha elegido en sus vacaciones; y otro 6% ha subido una fotografía a sus redes sociales de alojamientos en los que ni siquiera había estado. Ya hay más usuarios de Instagram cuya decisión de compra o viaje queda afectada por lo que hacen las personas que siguen, y no tanto por la publicidad que reciben.
Mil millones de usuarios No es éste un artículo para determinar las causas sociológicas y antropológicas del devenir de los humanos a estas conductas. Pero sí uno para alertar que en la era de la comunicación audiovisual -especialmente empujada por Instagram-, algunas cosas se nos están yendo de las manos. Más de mil millones de usuarios usan activamente Instagram al mes. 500 millones de ellos, a diario; últimamente mucho para las efímeras historias (esas comunicaciones rápidas y ágiles que se pierden) y otros tantos para enviar mensajes directos (comunicación instantánea al más puro estilo WhatsApp).
La parte que debe hacernos reflexionar es la instantaneidad y superficialidad de la sociedad en esta era de la exposición. Y en cierto modo apena pensar que la exposición esté dominando a la experiencia. La democratización de la marca personal -ser un celebrity no depende solo de medios terceros-, hace que ahora dediquemos mucho tiempo a construir y desarrollar la misma. No queremos que se nos asocie con unos sitios, pero sí queremos que nuestra proyección esté asociada con un estilo de vida determinado. Con independencia que hagamos un viaje de trabajo o de amigos, lo proyectamos como si fuera la octava maravilla de la humanidad. Con independencia que hayamos tenido un mal viaje, o que apenas hayamos tenido tiempo, sacamos la fotografía como sea para proyectarla.
Instagram, como metonimia de la era social y digital de la exposición, nos ha cambiado en cierto modo. No sé hasta qué punto. Es pronto aún para evaluarlo. Pero lo ha hecho. Y mi pregunta, con este tipo de transformaciones, siempre es generacional: ¿cómo serán los hijos e hijas de esta generación? Si se educan viendo esto constantemente, ¿lo rechazarán o impulsarán más aún? Porque esta espiral peligrosa nos puede llevar a que repensemos el papel de la experiencia de viaje, la experiencia de compra o la experiencia de consumo. En definitiva, a introducir una nueva economía, donde la exposición primará.
Vienen tiempos duros para la lírica.