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El regreso de Ulises

Cuando le preguntaban quién era, jamás confesaba que se trataba de Ulises, rey de Ítaca, héroe de Grecia. Un héroe que se combatía a sí mismo ahogando en vino barato las miserias de demasiadas cargas

El regreso de Ulises

Descalzo. Traía mil olas del Egeo sobre la piel. La guerra escrita en el cuerpo. Cada cicatriz resumía, con su trazo rugoso, un capítulo. Una batalla. El beso de la Muerte, que se acerca para dejar una caricia pero no siente al hombre preparado aún para amarla definitivamente. Cubierto por una basta y raída túnica de arpillera de las que usan los pescadores de las Cícladas, colgaba de su cinto una espada de bronce, mellada sobre las corazas de quienes una vez estuvieron vivos, reverdecida por el salitre.

El rey Nadie reparó en él. El banquete continuó en el patio del palacio de Ítaca. Habían sacrificado carneros, palomas y puercos para celebrar que, por fin, la reina Penélope, la tejedora de sueños, elegiría esposo para compartir trono. Degollaron tinajas del mejor vino y sirvieron el aceite primorosamente prensado. Todos daban a Ulises por ahogado, ejecutado o mandado al Tártalo de la manera más cruel. El rey no regresaría. Y la reina debía tomar como consorte a alguno de aquellos inútiles pretendientes que ahora bebían el fruto de las vides de Ítaca y devoraban la flor de sus corrales. Eso había dictado el oráculo. Ya bastaba de deshilar el sudario de Laertes. Quizá por algún vínculo inmune al tiempo y la distancia, Penélope sabía que su marido pisaría aquella tierra de nuevo.

Realizadas las libaciones, la reina tomó en la diestra un largo y curvado vástago de tejo. Mostró un tendón seco de novillo de las montañas en la otra mano. Y clamó desde el centro del patio.

- Este es el arco de Ulises. Quien de entre vosotros sea capaz de armarlo, tensarlo y lanzar una flecha, será quien se siente en su trono y yazca en su lecho.

Los embotados pretendientes pelearon con la madera. Uno tras otro, abandonaron entre sudores, vencidos los brazos y doloridos los dedos. Perderían un reino por su propia impericia.

- Tú, el marinero ¿Te da miedo ser rey?

El hombre emergió de la sombra de su rincón bajo el emparrado. Caminó despacio, con el bamboleo que distingue a quienes se han sostenido durante años en la cubierta de un nave. El paso cadencioso y prudente aprendido con las mareas. Miró a Penélope a los ojos, sujetó el dardo entre los dientes y, con un un solo gesto, combó el tejo y fijó el tendón en las dos ranuras de los extremos. Disparó la flecha antes de que se cerraran las bocas de quienes observaban en el patio. El dardo se clavó en el centro del dintel de la puerta de acceso. Era como si quisiera indicar la salida.

- ¡Solo Ulises puede tensar el arco de Ulises! repitió Penélope sin descanso entre risas y sollozos.

La reina retiró la capucha del marinero. El cabello, largo y canoso, le cubría los hombros. La barba gris caía hasta el pecho. “Mañana celebraremos en el olivar, con danzas, leche y miel, que el rey ha vuelto a Ítaca. Que lo griten los heraldos por todos los rincones. Y que acudan quienes lo deseen, salvo estos”, dijo Penélope ordenando que desalojaran a los pretendientes.

Esa noche, tras un refrigerio y el baño, los reyes se acostaron. “Señora, tengo una misión que cumplir. Traigo un mensaje”. Ella lo silenció. “Desecha tu cometido y tu nombre. Descansa. Ahora eres Ulises. Y así será hasta el fin”.

El naufrago Hacía años que otro hombre recorría las tabernas de los puertos de la Hélade. El brillo del sol había cegado sus ojos. Decían que fue náufrago de una armada del pasado. Y él no lo desmentía. Había olvidado el mando, el casco bruñido y la montura.

Deambulaba mendigando un trozo de pan seco o un cuenco de entraña. Sabía que la guerra de Troya no fue por el amor de la bella Helena sino por el control de las rutas de mercancías de atravesaban el estrecho del Ponto. Sabía que no hubo gloria en un sitio que culminó con fuego y matanzas. Que nadie ingenió un caballo gigantesco y que las puertas las abrió un soborno dentro de una traición. Que resulta menos obsceno cantar a Circe y Calipso que describir a las soldaderas que alivian los campamentos de los hoplitas.

Aprendió, cuando permanecía sobrio, a ganarse unos cobres como ahedo. Rimó versos para rememorar las glorias a París, a Aquiles el de los pies ligeros, a Héctor y Agamenón. Para llenar la escudilla inventó a Helena, a Patroclo, a Circe y Calipso, a las Sirenas cuyo coro enloquece, a Polifemo y también un hueco corcel de madera. “El pueblo no quiere la verdad de las guerras. Al igual que en el amor, prefiere las mentiras, siempre son más hermosas”, solía susurrar.

Cuando le preguntaban quién era, jamás confesaba que se trataba de Ulises, rey de Ítaca, héroe de Grecia. Un héroe que se combatía a sí mismo ahogando en vino barato la memoria de los gritos, las mutilaciones y las miserias de demasiadas cargas, estocadas y refriegas. Ulises respondía usando el nombre de un vulgar marinero de la tripulación de su nave, al que mandó a su isla con la misión de comunicar a Penélope que el horror que le habitaba le impedía regresar a Ítaca:

- “Me llamo Homero. Homero. Nada más que Homero ”.

Lo mascullaba ignorando que en su reino celebraban que Ulises había retornado. Y la reina parecía más feliz que nunca.