Director. Matteo Garrone. Historia. Matteo Garrone y Massimo Gaudioso. Reparto. Aniello Arena, Loredana Simioili y Nando Paone. Duración. 115 minutos. Premios: Gran Premio del Jurado (Cannes 2012).

EL cine y la televisión han sido dos grandes aliados que no siempre se han entendido bien. Ya en los orígenes del cine se emitían imágenes sobre la actualidad, algunas de ellas presentadas por un explicador, muchas veces en tono crítico y de humor. Después vinieron los noticiarios proyectados en el cine y por fin llegó la televisión, ese gran artefacto. En la no muy abundante producción cinematográfica que evidencia el imaginario televisivo son mayoría aquellas que destacan la desconfianza en torno a la pequeña pantalla y sus efectos nocivos y aleccionadores. En Reality, el señor Garrone retrata en clave de comedia italiana (napolitana, más bien) el inquietante mundo de Gran Hermano, paradigma del reality y la nueva fábrica de famosos (cutres y chulos, en su mayoría).

Matteo Garrone no se conforma con un retrato airoso de un napolitano que aspira a convertirse en el próximo concursante. El director de Gomorra se acerca a la telerrealidad a través de lo que mejor domina: un realismo que realza su caligrafía como autor y enfatiza su auténtica declaración de principios. Como en su poderoso inicio, con planos aéreos que siguen un carruaje barrocamente hortera que precede a una boda igual de representativa.

Una mirada que irrumpe en la cotidianidad de los asistentes a la boda y recoge la familia en su vertiente multigeneracional, con la abuela como centro matriz. No es la primera vez que Garrone entra en la intimidad de los personajes de sus películas con un realismo avasallador que abarca sus rituales de iniciación: la mafia en Gomorra; la prostitución en sus primeros trabajos. Nadie como él conoce el micromundo y la picaresca del entorno napolitano. Su realidad en crisis, en plena periferia.

En Reality domina con absoluta coherencia la puesta en escena, la dirección de actores y el ritmo y la condensación que necesita un relato que caldea el ambiente y la vida ordinaria de una familia que funciona al compás de un deseo, que empieza siendo infantil (el de un niño) y que se convierte en una obsesión adulta: participar en Gran Hermano. Funcionan el excelente retrato coral y la aún mejor interpretación de Aniello Arena, un expresidiario que se estrena con una magistral personificación de un pescadero, que vende tanto merluza fresca como máquinas-robots de las que se limpian solas. Desde que irrumpe en escena, personificado en una mujer disfrazada, cautiva por su frescura, energía y veracidad. Es en la primera larga parte del filme donde Garrone, director y coguionista, vertebra la cotidianidad, explota la mirada picaresca y capta el día a día y los temores de una familia vitalista y sui generis. Así, percibimos su gotelé, sus baños, su intimidad o los olores de los buñuelos de la abuela. Una lectura de la realidad y la telerrealidad desde una mirada casi documental, más amable que en Gomorra, en tanto cuanto exhibe, como en un docudrama de Channel 4 (grandiosa su aportación a las bodas gitanas) la exuberancia de lo cotidiano, la ilusión por mejorar y soñar con ser otro, la armonía del desorden…

Nada que objetar a Garrone en la primera parte de su empeño. El problema viene después, cuando una vez enseñado su particular reality cree necesario explicitar la involución del protagonista. Para llegar a ese punto, el guión colisiona con su última representación. Tras la cartografía de la exhibición, cuando se despliega la complejidad transitoria de la personalidad, Reality pierde fuerza e intensidad al final del relato, especialmente cuando se centra en la esquizofrenia del protagonista. Los estudios de Cinecittà descubren un innecesario plano último de GH. Ahí termina, definitivamente, la magia del cine.