Aquel de 1959 fue el verano sangriento, el agosto en el que Ernest Hemingway siguió de cerca la rivalidad entre Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín de coso en coso, con ambos diestros enfebrecidos por el veneno de la supremacía en el toreo, dejándose matar como se decía en el argot de la época. La trágica cornada de Luis Miguel en Vista Alegre, el 21 de agosto, por un toro de Palha llevó al escritor a consagrar a Ordóñez como vencedor de ese duelo.
No fue la única ocasión en la que Hemingway pisó Bilbao. No en vano, la exposición de fotografías Tinta, sangre y vino, que conmemora la visita del autor de El viejo y el mar a las Bodegas Paternina hace 55 años (la leyenda negra cuenta que pasó en ellas encerrado más de una noche...) recoge una imagen que retumba como testimonio gráfico de la época: Ernest Hemingway y Lauren Bacall juntos, en la puerta del Hotel Carlton. El legendario escritor también viajó a Bilbao junto a Bill Davis en 1960, un año antes de su muerte, a bordo de un Lancia al que llamaban La Barata.
Ayer, en el viejo Café Iruña -no cabía escoger otro lugar, tratándose de la familia del autor de Fiesta...- Valerie Hemingway, una irlandesa secretaria y nuera del escritor, cierra los ojos y recuerda. "Hablaba de los toros grandes de Bilbao, se lo oí muchas veces. Incluso lo escribió en Death in the afternoon", evoca, antes de desplegar su historia. "El 1 de enero de 1959 llegué a Madrid como corresponsal de una agencia de noticias belga. Cuatro meses más tarde, me encargaron una entrevista a Ernest. Yo apenas le conocía; observe que en Irlanda estaban prohibidos sus libros por considerarle un escritor profano. Yo había leído Fiesta tras robarlo a un librero clandestino. Aquello le hizo gracia...".
Así comenzó el vínculo con un hombre que la adoptó "como a una hija. Nos entendimos gracias a Joyce, del que Ernest era admirador. Cuando la entrevista terminó, me invitó a San Fermín y a la fiesta de su 60 cumpleaños. Fui a Pamplona pero le dije que tenía que volver. Entonces me dijo que si el problema era el trabajo, por qué no trabajaba para él. Ahí comenzó todo...".
Confiesa Valerie que su papel como secretaria privada del letrudo era singular. "Había que ser una bebedora diestra y saber comer muy bien. También escuchar muchas conversaciones. Me enseñó a pescar y a cazar. Y también nociones de boxeo y sobre las carreras de caballos. Estas dos últimas no en la práctica, claro, sino más bien desde las apuestas. Pero, sobre todo, con él aprendí a vivir".
De sus viaje recuerda el día en que dos niños les pidieron limosna. "Se tanteó la ropa, sacó un bolígrafo y un bloc y se los regaló. Os hará ricos, les dijo. Ya era premio Nobel. Los niños le miraron como a un enloquecido. No entendían nada. ¡Qué habrá sido de aquello!".
En los últimos meses de convivencia, a caballo entre Finca Vigía (Cuba) y Nueva York, "Ernest se sentía enfermo y no paraba de repetir que se iba a suicidar cualquier día, pese a que consideraba que su padre, que también se había suicidado a los 29 años de edad, había sido un cobarde. Incluso quería que los aviones en que volaba se estrellasen. La noticia de su muerte me la dio su mujer Mary. Fui al funeral pero yo ya trabajaba en el Newsweek Magazine. No me dejaron entrar y en el exterior estaba uno de sus hijos, Gregory, que también estaba repudiado por su padres. Éramos dos proscritos y en aquel funeral nació el amor. Creo que para Gregory la boda fue un acto de reconciliación póstumo del hijo con el padre."