Me apasiona pensar que somos la última generación que habrá vivido el antes y el después de Internet. Pienso en muchas ocasiones qué hubiera sido de nosotros y nosotras sin haber dispuesto de una tecnología y unas compañías que nos han traído tanta información, conexión y automatización.

Igualmente pienso qué sucederá el día que alguna de estas empresas, ahora tan boyantes, puedan quebrar. Tradicionalmente, cuando una empresa cerraba, se procedía a la liquidación de sus activos. Un proceso concursal trataba de saldar deudas con sus acreedores a través de la valoración y entrega de edificios, maquinaria, cartera de clientes, etc. Es decir, vender lo que tienen al mejor precio posible para compensar a los que en su día le prestaron dinero para operar e invertir. Como ven, una lógica muy física, si me permiten el término. Nos resulta fácil imaginarnos cómo se produce el intercambio de deuda por esos activos.

Pero, ¿qué pasará el día que Facebook, WhatsApp, Uber o Spotify quiebren? Atesoran una bestialidad de datos, cuyo valor y capacidad de utilización creo que ni ellas mismas son capaces de imaginar. Pero, aún más importante: muchos de estos datos están regulados por normas de protección de índole personal. Es decir, activos con una serie de derechos fundamentales de la ciudadanía implicados. No pueden venderse o subastarse solo al mejor precio posible, dado que hay otros condicionantes. Se nos podría ocurrir, por ejemplo, que los datos que han ido construyendo de sus usuarios y clientes (no siempre la misma persona), pudieran tener que devolverlos a la persona que los creó. Pero esto no es tan fácilmente atribuible. ¿Qué pasa cuando se trate de datos que dependen de una comunidad de usuarios? ¿le damos a todos lo de todos?

Todavía ningún gigante de Internet ha tenido estos problemas. En nuestro entorno, Tuenti pueda resultar el caso más cercano. Los que crecimos con esta red social, que llegó a plantar cara muy seriamente a Facebook en España, recibimos un día un correo con la información de cierre de la compañía. Ahí teníamos fotografías, comentarios, mensajes, etc. Nos invitaba a descargarnos todo nuestro legado digital. Pero, ¿se habrá borrado de todos los servidores donde llegó a estar? ¿quién más puede tener toda mi juventud subida a Tuenti? No es que quiera ahora dudar del buen hacer de Telefónica -propietaria de Tuenti-, pero sí de la facilidad con la que los datos digitales se reproducen y expanden.

Estas inquietudes me han surgido cuando he sabido que un profesor de New York llamado David Carrol ha demandado a los administradores de Cambridge Analytica -la socia de Facebook en el caso de los perfiles de las elecciones americanas-. Reclama, sin éxito aún, que le entreguen todos los datos que habían recopilado sobre él. Se trata de una demanda de devolución de datos a una empresa quebrada y cerrada. Precisamente, el contexto que introducía al comienzo. La solución está ya en manos de un juez, que puede sentar un precedente que quizás dentro de unas décadas se estudie en los libros de texto: ¿Hasta dónde tenemos los usuarios y clientes digitales derecho a reclamar nuestros datos? ¿Qué responsabilidad tienen las empresas que quiebran en ello?

Son pocas las regulaciones que actualmente existen sobre ello. El Instituto de Contadores Públicos de Inglaterra y Gales, sostiene que, simplemente, se deben congelar. No sé yo si resulta un oxímoron mezclar un activo digital y su congelación, dada su naturaleza ágil, volátil, líquida y veloz.

Quizás entonces nos falte una nueva figura. Por ejemplo, la del acreedor de datos. Un agente que pueda ejercer sus derechos como lo hacen los bancos en estos procesos. No es fácil definir esta figura, claro. Porque entonces, ¿también debiéramos cambiar la relación entre usuario y empresa mientras ésta opere? ¿cómo se establecería el contrato de derechos y responsabilidades?

Como ven, tengo más preguntas que respuestas. De ahí que resulte apasionante pertenecer a esta generación pre y post Internet.