lOS conjurados creían que detendrían los planes de César. Y estaban cumpliendo su proyecto. Incluso el idiota de Décimo Junio Bruto Albino, aquel pariente inmerecido. Ese día de los Idus de Marzo, César llevó al Senado preparadas las palabras que le espetaría a su joven descendiente en cuanto lo apuñalara.

-Tu quoque, Brute, filii mi! ¡No! Et tu, Brute?

Caminó toda la víspera de una fuente a otra del patio de nuestra casa pronunciando alternativamente ambas frases. Tono desgarrador. Grito severo. Suspiro.

-????????. Kai sy, teknon? Suena mejor. En griego, César. Resulta más señorial. Culto. Senatorial.

-Déjame que lo piense, Calpurnia, esposa mía. ¿Recuerdas qué tienes que hacer tú cuando entren aquí los senadores leales, Marco Antonio, Augusto y el resto?

-Sí, querido. Llanto inconsolable. Exijo que expongan públicamente tu cuerpo. Y repito una y otra vez que un presagio me anunció en sueños que morirías en los Idus de Marzo. Pero que tú rechazaste permanecer en la seguridad de estos muros y que acudiste a cumplir con las costumbres de la República.

-Así sea.

Estaba convencido de que Roma necesitaba un rey. Y que él se merecía la inmortalidad. Dispuso unir necesidad y merecimiento. Sabía que el Senado jamás permitiría el paso de la República a la monarquía. Preparó la última estrategia.

La vida a este lado de la gloria ya le había saciado. Perdió batallas, ganó guerras, cruzó mares, cautivó bárbaros, amó Alejandría, recuperó el perdido peculio de julios y claudios. Había organizado juegos en Roma, gobernado la ciudad y anchado las fronteras de sus dominios hasta lo inimaginable. Además de las tierras de los enemigos, César había conquistado el respeto y la admiración de sus soldados, incluidos los decuriones y legionarios de tropa, lo que resultaba mucho más difícil. Cruzarían a nado a Sicilia si él se lo ordenaba. O quemarían la ciudad de Rómulo y Remo hasta los cimientos.

Muchos de sus veteranos, los de más cicatrices, los fieles que le adoraban como a un Dios, fueron los encargados, desde hacía meses, de difundir el rumor de que César deseaba coronarse rey. “El dictador abolirá la República”, cuchicheaban en tabernas, foros, mercados y lupanares. “César concentrará todo el poder antes de marchar contra Dacia y los Partos”, susurraban a quien quisiera escuchar, antes de añadir que aquello era secreto y no debía ser comentado.

El mensaje subió de las calles y las letrinas hasta las más delicadas termas. Alimentó el complot. Fueron primero 10 los patricios conjurados, después 30 y por fin alguno más que 60. Era preciso degollar a César y salvar la República.

Un mes antes, en uno de los desfiles de las lupercales, ya le habían intentado investir con la diadema de laurel enriquecida con la cinta de los reyes de Roma. Marco Antonio y el comandante de la guardia a caballo de César, Marco Emilio Lépido, discutieron públicamente sobre la corona. La dejaron primero sobre las rodillas del dictador. Después en su frente. César, según estaba preparado, arrojó la corona lejos de sí. La plebe enloqueció. Gritaron su nombre. Lo bendijeron. Lloraron ante el salvador de Roma que rechazaba la corona.

Una trama en la que participan seis decenas de patricios es tan discreta en el Foro como una bailarina desnuda de las que lleva pulseras y tobilleras cubiertas de cascabeles. César conocía cada detalle de su asesinato dos horas después de que alguien la expusiera en la oscuridad de un templo. Por eso acudió al Senado ese día con su túnica más blanca. La que gritaría las manchas de sangre roja.

Las dos últimas semanas conversó con el joven Augusto, hijo adoptivo, y Marco Antonio, el comandante amado. Por separado. Les convenció de que cada uno de ellos debiera ser dictador único tras la muerte de él mismo, de César. Se aseguró de que compitieran entre sí para que solo el de más fuerza, inteligencia y determinación fuera rey. Ellos lo ignoraban, pero cumplieron el plan.

Del mismo modo que los conjurados. No fue casualidad que le alcanzaran en el Teatro de Pompeyo, al pie de una de las esculturas levantadas en honor del que fuera buen socio e implacable enemigo del dictador. Fue el lugar elegido por César. Teatral, simbólico. En ese punto, Tulio Cimber le dio a leer un escrito. Y Marco Servilio le asestó la primera puñalada. Se cubrió el rostro para que no apreciaran su satisfacción.

En la pira de Julio César ardió el cadáver de la República. Los senadores tenían razón: por las venas de César corría la ambición. Pero su inteligencia no se había agotado en el asedio de Alesia. Ni en el temerario cruce del Rubicón. Los oficiales que luchaban a su lado sabían que la capacidad del general era como el Padre Tíber: un flujo infinito. Su voluntad era alcanzar la inmortalidad. Y tenía la consciencia clara de que ese objetivo requería ser asesinado.

Camino de los setenta años, la cotidianidad ordinaria nada guardaba para César. Yo hacía décadas que era su viuda; con él vivo pero con nuestro matrimonio muerto. Así que no me dolió su inmortalidad. Su memoria y su nombre permanecerán mil años.

Lo que aún ignoro son los planes que trazó para mí y nuestra hija Julia.