L cirujano y su joven ayudante pasaron a la habitación real con rostro compungido sin sospechar que descubrirían aquel tatuaje. En su trayecto por el palacio de Rosersberg se habían cruzado con ministros, embajadores, damas y hasta con el mismísimo heredero, el inminente Óscar I de Suecia y Noruega; un tipo flaco, pálido y estirado, rematado por una llamativa cabellera azabache a juego con el mostachito tan de moda. Imperaba el consabido murmullo de pésames e inquietudes. No vieron a la reina viuda Désirée. Mariscales y almirantes, colorados y rubicundos, cubiertos de medallas, sables y fajines, exhibían su luto junto a la disposición de ponerse al servicio del futuro del reino.

El cuerpo del monarca que unió Suecia y Noruega, y que luchó ferozmente contra Dinamarca y tantos otros enemigos de la corona, descansaba sobre el colchón de plumas de ganso de la inmensa cama que presidía su alcoba. La flanqueaban raros jarrones chinos, óleos enmarcados en pan de oro, muebles labrados con esmero en maderas preciosas y tapices de Damasco. El cadáver del difunto rey Karl XIV Johan vestía dos camisones blancos: uno, interior, del más fino algodón egipcio y, otro, por encima, de seda sin tinte. Su rostro en nada se parecía al que reproducían cuadros, monedas y timbres oficiales junto al lema Kung. Carecía de laureles en la frente; al contrario, mostraba las inconfundibles sienes hundidas de los muertos. Los pómulos, muy marcados; la mandíbula, afilada como un cartabón; el tabique nasal se apreciaba con nitidez bajo el cartílago, como si fuera a cortarlo de un momento a otro; los labios, violáceos, ocupaban el lugar de la inexistente dentadura.

Dos meses antes, en enero de 1844, el rey había cumplido 81 agitados años. Cirujano y ayudante se detuvieron a los pies del lecho y oraron por el alma de quien había gobernado durante tres décadas, casi siempre con acierto. Tras unos minutos de silencio, el joven se acercó a los ventanales y descorrió los pesados cortinones. Precisaban mucha luz para proceder al embalsamamiento. Más allá del desmesurado jardín rectangular, aún deprimido a causa del mal trato al que le sometía el rudo invierno escandinavo, brillaban las aguas del lago Mälaren.

Una bandada de barnaclas cariblancas, asustadas por los perros de la reina viuda, chapoteaba torpemente sobre la lámina de agua tratando de alzar el vuelo hacia el cielo plomizo. Nadie había recogido los perros de la reina: ladraban sin descanso para sacudirse el temor que les producía la intuición de que algo desafortunado había sucedido. O quizá azuzaba sus nervios la tormenta que se acercaba desde el Báltico; ellos podían oler la espuma de mar que transportaba el viento. El mismo viento que se había llevado la memoria de los fastos del jubileo por el ochenta aniversario de Karl XIV Johan celebrado pocos meses atrás. Ni rastro en las calles de Estocolmo de guirnaldas, banderolas o papelitos de colores; ni un solo eco de los conciertos, óperas, desfiles, salvas de artillería y recepciones. El viento de los días todo lo arrastra. Desconoce la clemencia.

El aprendiz tocó el cuerpo. Le produjo un escalofrío el tacto resbaladizo del antebrazo. Y la temperatura. No es que estuviera frío. Era otra sensación. Algo distinto al frío que tan bien conocía el más simple de los habitantes de aquellas latitudes. El cirujano percibió el rechazo en el respingo de su acompañante. Aún carecía del hábito de trato con los difuntos. Sonrió con disimulo.

“Las orejas, maestro. Las orejas parecen separadas del cráneo. Asemejan cuero amarillento y seco”, balbució el chico.

“Así es como debe ser. Comprueba que los brazos y las piernas se mantienen extendidas correctamente”, respondió el mayor esforzándose en dotar a su voz del tono más sereno y tranquilizador posible, casi rutinario.

El hombre acercó un escabel y una de aquellas singulares mesas para jugar al ajedrez y las dispuso lo más cerca posible del cadáver. Ordenó al ayudante que abriera su maleta y sacara bacinillas, cubetas, los líquidos y el resto del instrumental. Lo fue apoyando todo en el escabel y la mesita. Les restaban unas horas de trabajo delicado y cuidadoso. El cirujano Thorwald Edmunsson afrontaría el embalsamamiento real con su habitual rigor. Era el mejor de ambos reinos. Y por eso le habían llamado.

Con una finísima tijera que ni siquiera cerró, Edmunsson tajó de un solo gesto los dos camisones. Desde los pies hasta el vientre para empezar. La seda siseó sin resistirse. El algodón permaneció mudo. El chico separó las dos mitades. Las largas piernas del difunto quedaron a la vista. Por fin, los perros callaron. Desde ese momento, los murmullos de la antesala se distinguían con mayor claridad. Alguien reía.

El cirujano se colocó en el rostro sus gruesas lentes circulares enmarcadas en carey oscuro. Con primor, aproximando la vista a un palmo, pasó las yemas de los dedos de su mano derecha por las largas piernas del muerto. Se detenía cada poco.

“Observa, Gunnar. Este abultamiento sobre la tibia. Revela una fractura bien curada. Seguramente, un golpe yendo a caballo. Calzaba buenas botas, de lo contrario el impacto le hubiera cortado la piel. Y no queda rastro. Bien, bien. ¡Ah! Aquí, en el muslo, esta elipse blanca, rugosa y sin vello, como de cuatro pulgadas de largo y media de extenso en el punto más ancho. ¿Ves, Gunnar? Toca, la piel es distinta. Un sablazo. He visto cientos. Miles. Inconfundible. Ojalá tú no llegues a enfrentarte a tantos como yo. Aunque nada resulta más duro que las heridas que provoca la artillería. Dios mío”.

El hombre levantó la vista. Suspiró. Gunnar entendió en aquel momento que al doctor le afectaban mucho más las heridas de los vivos que los embalsamamientos de los muertos. Se juró que seguiría su ejemplo. Hicieron una pausa. El barullo crecía en un palacio de Rosersberg que el propio Karl XIV Johan había mandado construir al inicio de su mandato. El rey aborrecía la tradicional residencia de Drottningholm, tan del gusto de los desaparecidos Holstein. Quería un aire nuevo y distinto.

Edmunsson tomó de nuevo las tijeras. Cortó los camisones hasta el cuello. Apareció el vientre cóncavo y lampiño. En el centro del tórax huesudo, a la altura del corazón que no latía, se podía leer un tatuaje. Caligrafía en tinta azul. No se trataba de latín, ni sueco, ni noruego. Parecía escrito hacía mucho. Pero se distinguía con claridad. Casi refulgía. Edmunsson mandó al chico a llamar al ayuda de cámara.

El barón Debray entró alarmado, seguido por Gunnar. Edmunsson señaló el tatuaje.

“Mort aux rois”, leyó el barón que conocía el texto desde que fuera escrito en París un lejano junio de 1794.

Muerte a los reyes. Se lo mandó tatuar Karl XIV Johan cuando solo era Jean Baptiste Jules Bernadotte. Antes incluso de que siquiera imaginara ser nombrado mariscal de Francia, contraer matrimonio con Désirée Clary y convertirse en concuñado del mismísimo Napoleón Bonaparte. Luego, el destino quiso que los suecos lo eligieran príncipe regente. Él hizo el resto.

Católico por nacimiento, ateo por convicción y luterano por conveniencia, vino al mundo, como todo humano, herido de muerte. Un día antes de fallecer, soñó que cabalgaba de nuevo por los bosques que salpicaban los caminos entre su Pau natal y Hasparren. Y, por fin, cumplió lo que el tatuaje prometía: murió Karl XIV Johan de Suecia y Noruega. Así fue como Jean Baptiste Jules Bernadotte acabó con la vida de un rey.

Eddmunsson y Gunnar siguieron con el proceso de embalsamamiento. Las barnaclas regresaron al lago Mälaren. Alguien soltó una sonora carcajada en la escalera principal.