AMINO por una colina suave cubierta por esa hierba de un verde recién nacido. El bozo de la primavera. Siento que no es la realidad. Quizá un sueño. O un recuerdo de los que brota con el regreso de un olor. Una evocación completa, sólida, con el tacto, el sonido y los perfumes.

Aún no se aprecian las primeras flores. Nada azul, ni rojo, ni blanco, ni amarillo. Hierba verde. Brillante. Una mañana fresca. El invierno aún se acantona en lo alto de las montañas. Sé que hace muy poco que la luz del sol ha callado el canto de los sapos. Ahora solo se escucha el diálogo de las esquilas: las tintineantes del pequeño rebaño de ovejas que se adivina ladera abajo; las graves de la punta de vacas que ramonean en el lindero del bosque de avellanos tras el que se adivinan los castaños, las hayas y los robles. Las hojas pelean por abrirse. Es un rincón del valle de Araoz, en Oñate.

Noto que las botas se mojan con el rocío cristalino. Me acerco a la casa torre que corona la loma. La primera planta es ciega, con solo ballesteras; se entra por la segunda altura, subiendo una escalera de sillar adosada al muro norte. Resta un cuerpo más. Aparejo sólido, con sus almenas y los matacanes de madera labrada con tosquedad sincera. El pendón de mi linaje flamea en la fiera balconada. A su lado, un hidalgo solitario. Destella el acero del morrión arriba de las barbas. Puedo ser yo mismo. Las eralas brincan y mugen. Al sur quedan los cobertizos de las bestias y los campesinos.

De repente, todo se cubre de niebla fría. Las ovejas corren espantadas hacia el arroyo. El ganado mayor se arracima hacia el bosque entre mugidos. La niebla gris devora la torre. Despierto mojado, febril. Mi propio grito de espanto es el que me incorpora con el pecho agitado. Soy Lope. El Tirano. El Traidor. El Rey de los Marañones. Esta es mi espada. Digan lo que digan, me conservo cuerdo. Más que esta tropa de enajenados. Más que el propio emperador Felipe II.

Faltan súbditos leales y sobran mosquitos en esta tierra. Zancudos de los que no conocen la misericordia. Así es mi reino. Un lugar de mares de tierra adentro, días de calor largo y noches de pesadilla que siempre se llevan a algún cristiano.

Los brasiles, que navegan desnudos en sus canoas, se muestran cautelosos. Seguro que por temor al capitán Orellana, que fue antecesor mío por estas anchas mangas de aguas dulces, turbias y preñadas de miasmas. Hombre cruel y sin medida, el capitán. Iracundo, maldito, sediento de oro. No dudan los brasiles en abandonar sus aldeas de chozas alargadas techadas de carrizo seco. ¿Dónde secan el carrizo? Por estos parajes nada pierde humedad, todo se pudre o se cubre de orín. El cirujano se lo guarda, pero por Dios que aquí se nos llenan las tripas de un musgo endemoniado. Yo lo he visto. El vaho nos persigue lo mismo que los mosquitos.

Al contrario que Orellana, jamás aspiré a conquistar El Dorado. Nunca creí que se levantara una ciudad en este universo de raíces que esconden cada palmo de tierra. Un mundo de árboles gigantes con troncos sin proporción, invadidos por mil especies de muérdagos que todo lo enredan. Hemos contemplado procesiones de docenas de pequeñas hormigas que portan hojas como estandartes. También arañas que devoran pájaros, peces que descarnan puercos y una especie de nutrias grandes como sabuesos. Ni los más valientes caballos se atreven a poner la pezuña en la espesura. Piafan, cocean y prefieren el tablero de las balsas. Sin pasto para ellos, los convertimos en pasto para nosotros. La misma bóveda celeste es otra. Tras meses de penalidades, sabemos que en esta parte el otoño, la primavera, el invierno y el verano son todo uno. ¿Cómo no perder el seso?

Me ato a la cordura, como al palo mayor en plena tormenta de la mar océana. Aunque lo hubiera, de qué sirve el oro en este universo de serpientes, monos y aves que asemejan fantasmas de plumas coloreadas. Me enrolé en el Perú entre los troperos del tibio Ursua en busca de fama. Estos días he alcanzado la sabiduría, pero entonces aún deseaba que mi nombre se tallara en piedra, se fundiera en bronce y se bordara en sedas. Por eso maté a Ursua. Él quería oro. Joyas. Lo maté mediada la singladura, cuando todo era plata en sus palabras. Solo un orate puede imaginar riquezas en un bosque hambriento como el que invade las orillas que los exploradores nos juran que se nace allende el horizonte. Sin calzadas a la vista. Ni canales. Nada de obra de romanos o antiguos. Siquiera cementerios. Ninguna señal de embajadas o palafrenes. Día tras día, salvajes en cueros, con rostros retorcidos y cuerpos tintados, plagados de dibujos que ni el fraile comprende. Se señalan los signos y nos gritan.

Por su sed de tesoros acabé también con Fernando de Guzmán, el heredero del mando del enajenado Ursua. ¿Quién se aferra a un tesoro cuando la eternidad se pone a tiro de arcabuz? Ahora comprendo que la eternidad es un recuerdo. O un sueño. Nos empeñamos en construir catedrales con contrafuertes que llegan a la vara y media de grosor solo por tratar que jamás se desmoronen. Olvidamos que nada es más eterno que lo efímero. Nada más eterno que lo indiscernible. Lo sólido llama a la destrucción. Lo comprensible llama al olvido. Ni todo el oro que se esconde en las entrañas de las montañas puede conseguir lo contrario.

Están locos quienes piensen otra cosa. Incluso, el insensato emperador Felipe II.

Damos a un delta fangoso por el que la ola de la marea sube con la altura del tapial de un camposanto. Todo lo barre. Nos desbarata las balsas. Agua salobre. El mar mismo nos manda desafíos tierra adentro. El cauce, cuyas orillas nadie adivina, se transforma ahora en un laberinto de ramales separados por miles de islotes de aluvión en los que fermentan peces muertos. Los marineros pierden la poca paciencia que conservan. Incapaces de asegurar si el rumbo entre los bajíos nos conduce al mar o de nuevo la selva insana, los hombres entran en pánico. Dejan de remar. Se abandonan. Los mosquitos nos devoran en este horno de aire abrasador. La demencia se apodera de ellos. Desvarían. La corriente ciega nos embarranca en la isla de la Margarita. Arrasamos las propiedades del Gobernador. Bebemos. Nos saciamos. Incendiamos. Degollamos a los dementes que suplican piedad.

Nadie entre nosotros toma oro, arracadas ni gemas. Ansiamos el recuerdo. Cargamos agua dulce, fruta y gallinas y enfilamos hacia Barquisimeto. Siento que allí seré eterno. Miro a los ojos de mis arcabuceros y distingo la cordura en ellos.

Dudo si soy el hombre barbado del morrión pulido que otea el horizonte desde la balconada de la casa torre de Araoz, en Oñate. A lo mejor formo parte de su pasado. O de uno de sus sueños. Soy Lope de Aguirre, El Cuerdo. Presiento que tampoco conocen la primavera en Barquisimeto.