Un Padre Nuestro por los que faltan. La abuela se sujetó los diez dedos cruzados con fuerza ante el pecho y empezó a murmurar con métrica inconfundible. Sonaba a puchero en ebullición con la tapa medio abierta. Una oración a borbotones. Terminó: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén.

Todas las miradas se cruzaron en torno a la mesa. Nerviosas. Tensas. Se sentaron ante cada plato con un rictus corporal como de luchador en guardia. Sonó el timbre de la puerta del apartamento. Un ding-dong repetido. Golpes de nudillo. Y un canturreo. Abrió Ramón con mueca resignada.

-¿Qué pasa, familia? ¿Ibais a empezar sin mí? ¡Vaya espíritu navideño de las narices! -Ignacio, el tío soltero de la nena, sobrino de la abuela y cuñado de otros comensales, arribó con exceso de cava en la bodega y una botella de crianza de Rioja en cada mano. Llegaba siempre tarde y poseía el don de convertirse en el alma de la fiesta.

En la calle sonaba un petardo huérfano de vez en cuando. Los coches que pasaban más despacio de lo normal, tocaban la bocina con un tono alegre en lugar de con la violencia cotidiana. Traspasaban las ventanas saludos a voz en grito. En la calle, charlas provocadas por reencuentros felices se intercambiaban a un volumen dos puntos superior al habitual. Las palabras de un joven africano que conversaba con los suyos a través del móvil en un idioma que transportaba arena, salitre y el calor del trópico alcanzaba el salón con nitidez desde el banquito bajo la farola de la plazuela.

Ignacio colgó el gorro de lana, la bufanda y el abrigo en el perchero de cuernos de corzo del recibidor. No le resultó sencillo. Tropezó con el paragüero, dejó el móvil sobre el sufrido taquillón y recogió del suelo el cenicero donde la abuela solía dejar las llaves. Repartió besos y abrazos a la familia.

Alguien apagó la televisión mientras maldecía tanto anuncio. Los niños protestaron desde la mesa auxiliar cubierta de platitos de jamón cocido, mahonesa y langostinos asustados. Nadie les hizo caso.

Los adultos la emprendieron con los entrantes mientras desde la cocina se filtraba el olor de la sopa de pescado, el capón que se mantenía al calor del horno y la compota de invierno que borboteaba sobre el fogón con su perfume de canela y clavo.

Hablaban a la vez. Las manos volaban sobre el mantel. Los vasos de vino blanco o tinto subían y bajaban bajo la lámpara con un tintineo particular. El pequeño Txemita volvió a prender la tele: salía Raphael cantando, vestido de negro frente a una gran orquesta.

-Ya está el pesado de Raphael gritando por la tele. Mira. Y repitiendo ese gesto de desenroscar bombillas. Hace cincuenta años que le sacan en los especiales de Navidad. Menudo tostón -opinó Ignacio a la vez que decapitaba una gamba con toda la intención de chuparse los dedos-. ¿Ves? Ahora se echa la chaqueta a la espalda y se aleja caminando como si fuera una vedette, remachó.

-Pues a mí me encanta Raphael. Un artistazo. Ya te gustaría a ti -espetó la tía Úrsula, con la boca rebosante de jamón.

-Raphael está más pasado de moda que las maracas de Machín -insistió Ignacio. Y alargó el cucharón hacia las almejas en salsa verde.

-¡Qué sabrás tú! -terció Ramón, que siempre se esforzaba por disimular la pelusilla que le causaban el descapotable y el modo de vida bohemio de Ignacio.

-Pues bastante más que un parguela aburrido como tú, Ramón, que no sale de la oficina más que para pasear al chucho. ¿Qué le das para tenerlo tan amuermado, Lola? -soltó Ignacio, mirando a su prima.

Como después de un cañonazo, se originó un silencio de acero. Ni petardos, ni voces, ni bocinazos, ni risas. Raphael atacaba las primeras frases de Mi gran noche. La abuela apagó el aparato. Todos escucharon el quejido que emitió la pantalla. Se podía distinguir a la perfección el zumbido de la electricidad al pasar por los filamentos de las bombillas de la gran lámpara de araña que iluminaba la mesa del comedor. La tapa de la olla de la compota cayó sobre el fogón impulsada por una gran burbuja. Sonó como los platillos de una banda de música militar.

demasiadas cuentas Ramón agarró una mano de Ignacio y lo abofeteó con la otra. Fue como un solo aplauso a la actuación de Raphael. Demasiado vino. Demasiado cava. Demasiadas cuentas pendientes acumuladas Nochebuena tras Nochebuena. Ignacio asió a su rival por los pelos del flequillo, lo levantó y lo noqueó con un crochet de derecha a la mandíbula. Sumaba más experiencia en los asuntos de los bares. Cayeron las sillas. Los niños abrieron mucho los ojos y las bocas.

En ese momento, la prima Lola pateó a Ignacio en la entrepierna. Sorpresa absoluta en el rostro del hombre. En dos segundos, la sorpresa mutó en dolor. La abuela empujó a Lola hacia atrás. Y clavó el cuchillo jamonero cuatro veces en el costado izquierdo de Ignacio. La mueca de dolor se transformó en completo relajamiento casi inmediatamente. Como un títere descordado, el cuerpo de Ignacio se desbarató antes de derrumbarse sobre la alfombra de gruesa lana estampada.

La tía Úrsula tomó el arma de manos de su madre y la depositó en el fregadero. Regresó de la cocina con la sopa de pescado y un gran cucharón.

-A ver, la sopita. Me ha quedado un poco salada porque no me he dado cuenta de que los camarones traen su sal. Ya me diréis -anunció, depositando la sopera en el centro del mantel de flores bordadas.

Los niños encendieron de nuevo la tele y eligieron un especial de dibujos animados. Las cucharas tintinearon en los platos hondos entre sorbidos.

-Ya nos desharemos del cadáver mañana, que es Navidad y tenemos todo el día -apuntó Ramón.

Asintieron.

Cada Nochebuena sucedía lo mismo durante la cena. Algunos años, también en Nochevieja. Cada vez eran menos en la familia. Pero no lo podían evitar.

La abuela, invariablemente, volvería a comenzar el banquete con su “una Padre Nuestro por los que faltan”.