N aquel momento la revolución era imprescindible. Lo sabes mejor que nadie, Abel. No existían dudas. El viejo dictador, inútil, voraz ladrón, se había vuelto paranoico. Las detenciones arbitrarias, la tortura y los fusilamientos, sin siquiera juicio sumario, abundaban más que el pan en las cocinas del pueblo.

El tirano se comportaba como un viejo coronel borracho durante una piñata: los ojos tapados por un trapo, el sable en la mano, lanzando mandobles a diestro y siniestro por si la fortuna lograba que acertara. Y ni así. A pesar de todo, el déspota se aferraba al poder que lograra hacer una década con aquel tan sangriento como funesto golpe de estado. La hiena herida se hace fuerte en su madriguera. Jamás llamamos al dictador por su nombre, siempre nos referíamos a él como La Hiena.

Nos pusimos a la cabeza de la resistencia. Recuerdo a Elena, Julián, Óscar, Lola, a ti Abel y todos los demás compañeros del Comando 1. Muchos cayeron por el camino. El objetivo era acabar con el usurpador. El medio, dinamizar el espíritu de la gente. Según nuestro diagnóstico, la clase trabajadora permanecía aletargada, temerosa de la represión; de la clase media nunca cabía esperar más que perplejidad y un miedo cerval; y las élites seguían a lo suyo: la acumulación de recursos e influencia.

Por eso debíamos levantar a los más desfavorecidos. Ellos formarían la fuerza de choque, la ola, que resistiera el embate de las fuerzas reaccionarias primero, y arrasara las estructuras del poder después.

¿Te acuerdas, Abel? Constituimos unidades de concienciación que transmitieron nuestro mensaje y estabilizaron redes de comunicación y lucha. Filtramos no sólo las fábricas y explotaciones agrarias, también la universidad, los institutos y los centros administrativos. Cuando lo saturamos todo, la propia inercia nos empujó a pasar a la acción, como si flotáramos sobre un agua demasiado densa. Sin esfuerzo.

Empezamos con los sabotajes en vías férreas y líneas de conducción de energía. Cortamos carreteras y entorpecimos muelles y aeropuertos. Se produjeron huelgas no reconocidas. Fueron minoritarias al principio. El régimen totalitario trato de silenciar las acciones. Nos multiplicamos, Abel. Hoy aquí, mañana allí. Bajo un puente. En la barricada de los compañeros de la siderurgia. Al fondo de la mina. Subidos a los remolques de los productores de cereal. Al frente de la concentración de aceituneros.

A La Hiena le fallaba el olfato. Ignoraba la cantidad de arena que circulaba entre los engranajes de la administración del estado. Maestras, secretarios, habilitadas, letrados, gripaban la maquinaría por la que circulaban los expedientes y las resoluciones. La información nos llegaba desde todas partes. Lo mismo que las propuestas de ayuda. Un frente conjunto.

Desde el momento en el que le fue imposible difuminar las columnas de humo que subían al cielo desde todas partes, el régimen apretó las tuercas. Nada quiso saber de aperturismo. Las sacas de líderes sindicales, funcionarios sospechosos y militares tibios fueron el preludio de lo más duro de la represión. Se multiplicaban los cadáveres en los descampados. Algunos opositores desaparecieron para siempre.

En ese punto estalló la revolución. Un amanecer perpetuo. Nunca fuimos más felices, Abel. Ya no se trataba de una intervención puntual y la retirada hasta la siguiente. Era acción continua. Sin descanso. Como si hubiéramos tomado una ola inmensa. Pasión pura. Entusiasmo desbordado. Podíamos tocar con la punta de los dedos la solución a los problemas seculares que lastraban al pueblo.

Tras la Gran Marcha de las Flores por el centro de la capital, bajo el sol de la primavera, con la brisa de la mañana en el rostro, la guardia del Palacio de la Gobernación nos entregó las armas. Estaban rodeados por decenas de miles de almas. ¿Qué otra cosa podían hacer, Abel? Subimos la gran escalinata rodeada de tapices que impedían el acceso de la luz de la calle. Abrimos portones. Allí estaba La Hiena. Sentado en un sillón, al otro lado de una inmensa mesa de despacho cubierta de figuritas de santos y vírgenes, portafolios, estilográficas y carpetas de asuntos por firmar. Vosotros sois, nos gritó antes de dispararse en el pecho con su automática. La Hiena sonreía, Abel. Lo viste antes de cerrarle los ojos.

Ya durante las celebraciones del triunfo de la revolución percibimos la existencia de quintacolumnistas entre nosotros. Detectamos que algunos sectores se resistían al cambio. Y que otros no se comprometían lo suficiente. Por eso, acordamos que lo primero era consolidar el nuevo status quo. Nos vimos obligados a diseñar una nueva fase. Las circunstancias y el futuro del pueblo nos lo pedían.

Encerramos a los reaccionarios y sospechosos. Hubo que interrogarles para conocer a todos los implicados en la reversión de las libertades. También tú lo participaste, Abel. Eliminamos a los que resultaba imposible reconducir. Confiscamos sus propiedades. Organizamos las estructuras de los Guardianes de la Revolución, cuya misión era preservar el nuevo tiempo y eliminar las veleidades retrógradas.

Depuramos el ejército, las policías, la administración del estado y la justicia, sin que nos temblara el pulso. Determinamos que existía la posibilidad de ser culpable o inocente, jamás presunto. Extremamos la vigilancia en vías férreas, conducciones de energía y aeropuertos. Realizamos arrestos preventivos en fábricas y explotaciones agrícolas. Establecimos campos de formación obligatoria para los empleados del sistema educativo.

A pesar de todo eso, ¿qué ha fallado, Abel? Nuestra intención era salvar al pueblo. Y ahora estás aquí, en mi despacho, con una automática en la mano.

—Nunca te dije lo que La Hiena me susurró antes de expirar. Sonrió tras gritar aquello de "¡Vosotros sois!". ¿Lo recuerdas? Cuando le cerraba los ojos, con el último soplo de aire, musitó: Idiotas, nada hay más conservador que una revolución que triunfa.

Me dejó helado. Lo quise olvidar. No me lo has permitido.

Abel apretó el gatillo seis veces. Con silencios exactos.