No asoman funcionarios en la garita. Solo soldados aburridos con las armas mojadas. La columna aterida alcanza la garita como una enorme serpiente derrotada, harapienta y temblorosa.Centenares de personas se ordenan de manera tan humilde como anárquica al otro lado de un muro inexistente. El más allá de una línea imaginaria trazada sobre un mapa que ha ido alterando, lenta pero constantemente, su perfil a causa de pulmonías del continente o catarros de los gobiernos. Unos pasos al oeste a su tránsito por aquél valle, unos metros al sur hasta la orilla de tal arroyo, por el centro de la otra vaguada, al este del bosque. Todo señalado por obstinados mojones, tocones doloridos y franjas de chillona pintura que los rebaños siempre han ignorado y jamás aprenderán.

La agonía de la noche cubre a los niños que tiritan ese martes de marzo. El tembleque menea las desproporcionadas chaquetas de oficinista con las que esperan dar esquinazo al frío severo que crecerá al romper el alba. Tan pequeños y ya saben que con la luz y el raso viaja la escarcha. Uno luce media bufanda atada a la cabeza, tapándole las orejas a ambos lados de los ojos enormes, redondos y brillantes. La otra media bufanda cumple la misma función en su hermanilla, flaca, los párpados morados, rubia, huesuda, como un enorme canario sin plumas al que se le ha olvidado cantar.

Las mujeres mezclan zapatos campesinos y abrigo de domingo. Empujan carritos de bebé cargados de vituallas, modestas alhajas escondidas, documentos, ropa, medicinas y jarabes. Un anciano encorvado transporta a su esposa, menuda e inválida, sobre una carreta de madera; una de esas plataformas con ruedas con las que mueven cajas de pescado en las lonjas.

Los soldados del otro lado de la frontera pierden el gesto marcial y encogen el cuello cuando suena la artillería. No se escuchan los silbidos. Solo estallidos con sordina. Son los atabales del infierno. Pero tocan tan lejos que nadie en la fila de refugiados pestañea. Los soldados aprietan los dientes y sudan dentro de los uniformes de invierno; ellos no se han acostumbrado.

La mayoría de los civiles que esperan ya han escuchado los silbidos que piropean la trayectoria de los obuses. Conservan fresca la memoria del crujido de los muros de sus casas antes de las explosiones ensordecedoras. Y han respirado el polvo lento e ingrávido que flota en el aire, como si la realidad sólida se hubiera convertido de repente en arena molida. Algunos lloran, pero ya no es miedo sino memoria de lo perdido.

Parte de quienes pedirán asilo han caminado un centenar de kilómetros. Mujeres, ancianos y niños han acarreado las ruinas de su presente por trochas embarradas y senderos pedregosos. Sin cobijo. Con poco esperanza. Solo por la obligación de sobrevivir. Los hubo que se abandonaron bajo un árbol. Y quienes saltaron de lo alto de acantilados sin nombre. A veces no duelen las heridas que se aprecian en la piel, sino las que los huesos abren dentro, o las llagas de corazón.

Han caminado de noche, ocultándose en bosquecillos, saltando a las cunetas para huir de ametrallamientos y obuses. Con la ropa hecha jirones, el calzado desigual, los rostros sucios y las manos ennegrecidas de cavarse parapetos exiguos, han alcanzado la frontera. Ya no resta nada. Tampoco fuerzas.

Al amanecer, acompasando el castañeteo de dientes, observan cada palmo de las muros al otro lado de la raya. Las tapias, en crudo o encaladas, se ven limpias, sin ese morse de la muerte que escriben los orificios de bala. En su camino se han hartado de contar paredes agujereadas, cada una con su macabra ofrenda de casquillos de latón al pie.

Los refugiados desean pasar al otro lado. Cruzar millas de mar o leguas de asfalto. Les es igual. Lejos. Unos se atan a la promesa de un pariente que hizo fortuna en tal país. Otros apelarán a la misericordia de los organismos internacionales. A la espalda les queda una vida que es ya tierra quemada rodeada de parapetos y alambradas. Los campos regados de sangre dan prósperas cosechas de odio. A menudo hasta dos al año.

Un funcionario recién afeitado, muy peinado, con las pupilas agigantadas tras los gruesos cristales de sus gafas, entra a la garita con un carraspeo de fumador. Enciende una lámpara de pie de luz amarillenta que sale desde el ventanuco. Mueve cajones. Saca libros de asiento. Murmura solo. Desde dentro, hace un gesto a los soldados de la frontera. La fila de civiles, que ya se pierde por la colina donde el sol ruboriza el horizonte, empieza a inquietarse. La serpiente harapienta se estira, se retuerce, se encoje. Un murmullo, que gana en volumen a cada minuto, surge del alineamiento. Muchas manos se agitan al aire con documentos sujetos entre los dedos.

Siguiendo el gesto del funcionario, uno de los soldados retira lentamente el portón, un bastidor de madera cubierto de alambre de espino. Otro le ayuda. Un tercero ocupa, desafiante el hueco que dejará libre la puerta. Algunos de los refugiados se acercan hasta pincharse. Reciben empujones por la espalda. El soldado del hueco levanta su arma y dispara al aire. El tiro produce un eco extraño y paga los murmullos.

Llueve. Es una lluvia gruesa, fría y pesada. Una lluvia que moja por dentro. El agua va lavando el barro y el grijo del camino. Pero la fila sigue ahí. Firme. Compacta. Creciente. Como una hilera de totems. La artillería retorna a su concierto al tran-tran tres valles atrás. Quizá cuatro. Truena.

Al funcionario de la garita le huele el aliento a café. Y los dedos a tabaco. Sujeta un lápiz. Habla con las erres derretidas. Los refugiados empiezan a pasar frente a la luz amarillenta de la lámpara de su garita. Muestra el libro de asiento a una mujer.

Esgriba su nonbre en esa línea de puntos, señoga. Ajá, coguecto€. coguecto€ la edad... coguecto. Aquí los nongbres de menogues que vengan con usted y edades. Cocguecto. Dos cuestiones más, señoga. ¿Cuándo salió de su localidad de oguigen y cuál es?

El 16 de marzo de 1937. Bilbao.

Muy bien, pase al centrgo de integnamiento.

La artillería ruge a lo lejos. Siempre es la misma. Siempre cae sobre los mismos.