una de las partes que más disfruto en mis clases es cuando me toca hablar de la era pre Google de Internet. Aquellos y aquellas que crecimos con la llegada de Internet a España, nos acordaremos para siempre de Terra, Hispavista, el chat IRC hispano, etc. En cierto modo, me parece apasionante pensar que pertenezco a la última generación que ha vivido ese mundo y que luego descubrió con mucho interés herramientas que nos han cambiado como Google, Facebook o Amazon.

Uno de los fenómenos que más preocupado me tiene es la vida que nos ha tocado vivir tras Google. Cuando queremos encontrar la gasolinera más cercana, lo buscamos en Google Maps. Cuando buscamos un documento, vamos a Google Drive. Cuando queremos buscar el hotel más barato para nuestro fin de semana en Sevilla, vamos al buscador de Google. Guardamos todas nuestras fotos en Google Fotos. Hoy en día, incluso escribimos en el buscador la operación matemática que queremos hacer (que puede ser una suma aritmética básica). Buscamos en Google "panadería cerca de mí" y seguimos sus indicaciones. En YouTube buscamos cómo cocinar una paella o hacer una tortilla de patata.

La externalización del pensamiento crítico a Google es un hecho. Pese a la contaminación mental y social que nos produce, nos ha vuelto personas acomodadas. John Torous, psiquiatra de la Harvard Medical School, junto a otros autores, ha comenzado a estudiar este fenómeno del pensamiento digital. Es decir, cómo pensamos rodeados de todas estas soluciones digitales. La conclusión es poco clara: es pronto para saber cuánto nos ha ayudado, cuánto daño nos ha hecho o si no ha supuesto efecto alguno.

Hay dos procesos mentales en los que el impacto de Internet ha sido crítico: la atención y la memoria. La concentración selectiva en alguna información ignorando otras -la atención-, está claro que ha cambiado. El entorno ya no lo percibimos igual, no interactuamos con todo el mundo por igual y nos gustan nuevos formatos audiovisuales a los que antes no teníamos acceso. El modelo de negocio de la gran mayoría de los servicios digitales gratuitos que usamos se fundamentan precisamente en monetizar nuestra atención. En 2014, un grupo de investigadores de la universidad de Stanford concretó que cambiamos cada 19 segundos de contenido en un ordenador (pestañas, pantallas, aplicaciones, etc.), consumiendo hasta un 75% de todo lo que tenemos en nuestras pantallas en menos de un minuto. Las nuevas generaciones, expuestas a esta aceleración de la atención en hasta ocho horas diarias, es evidente que tendrán un modelo de atención diferente. Y nuestro cerebro no es multitarea: por lo que a mayor necesidad de permutar de tarea, más consumo de recursos energéticos en el cerebro. A más tareas, interrupciones y necesaria paralelización, peor percepción y captura de detalles.

Por otro lado tenemos la memoria. La memoria episódica (qué comí ayer), semántica (cuándo fue la moción de censura a Rajoy), procedimental (cómo hacer una tortilla de patata) o transaccional (saber que en el diccionario podemos encontrar el significado de las cosas) nos han ayudado a evolucionar y desarrollarnos. Esta última es la que más nos ha ayudado a desarrollarnos como sociedad. Nuestros padres y madres, profesores y profesoras, y los libros, guardaban este conocimiento ancestral para aprender a ser ciudadanos del mundo. Ahora está en Google. Pero sin contexto. Y esto es un problema. Básicamente porque cuando aprendemos en la escuela, nuestro cerebro conecta esa información a otros conceptos e historias. Construimos redes de conocimiento: a mayor densidad de red, más fácil recuperar esa información. Por lo que si encontramos algo en Google, será bueno detenernos a relacionarlo con otra información con la que comparta contexto (época, espacio, etc.). Es decir, entender que estás leyendo este artículo en un diario de Euskadi, que Bilbao está en Euskadi o que su autor, Alex, es de Bilbao, son relaciones en nuestro cerebro que debemos construir y tejer.

Es tarde, social y culturalmente, para irse de Internet. Deberemos gestionar cómo lo usamos.