El ruido. Ese ruido como de termitas moviéndose dentro del nido. Una mezcla de taconeo leve, respiraciones agitadas, fricción de patas de mueble, cuidadoso abrir y cerrar de puertas salpicado de lamentos de cañerías secas a las que vuelven a exigir su servicio. Todo desordenado. Sin dirección de orquesta.Ese guirigay con sordina comenzaba su obertura mucho más temprano de lo habitual cuando era el día de los regalos de Navidad. La residencia para personas mayores amanecía en esa fecha considerablemente antes que la salida del sol. El personal médico y auxiliar lo sabía y toleraba. Los pasillos y ascensores se volvían un frenesí de gente que caminaba despacito.

Desde hacía años, la dirección del centro habilitaba desayunos y medicaciones desde las seis de la mañana con carácter excepcional para la jornada de marras. Con buen criterio, porque nadie era capaz de aguantarse la ilusión. Los ojos, demasiado secos o excesivamente acuosos, brillaban de nuevo como ocho o nueve décadas antes.

Miguel Ángel, un veterano entre veteranos, saltaba, sin necesidad de ayuda ni grúa, de la cama a la silla de ruedas. Se diría que de un brinco centenario. La noche anterior había cepillado durante una larga hora su dentadura postiza y se había rasurado la barba, cortado, con las gafas puestas, los pelos de las orejas y los orificios nasales y domado las matas canosas de sus cejas. Una pasada con la esponja, el agua de colonia, la hidratante para las manos, los brazos y la calva? y a correr.

María Luisa precisaba más tiempo. Por eso le sonaba el despertador a las cinco de la mañana. “Como las gallinas”, solía describir con una sonrisa pícara y asimétrica a causa de un ictus. Se lo dejaba todo apuntado en un cuartilla sobre el tapete de ganchillo de la mesilla de noche. Escrito en rotulador azul rabia con una letra grandota y redonda. Unos trazos perfectamente ortogonales a los límites del papel. Con buenos márgenes e interlineado exacto. María Luisa había trabajado en el instituto. Fue catedrática de Filosofía. Cada vez más a menudo se le olvidaba ponerse la peluca. O calzarse las pantuflas de pana con interior de borreguito. Pero para el día de los regalos de Navidad dejaba anotados incluso los detalles mínimos. Hasta dónde había guardado las pestañas que iban a juego con el bisoñé del cardado rubio. Y el lugar en el que descansaba el arrogante bote de Eau de Rochas. Pidió que le plancharan el vestido rosa pálido entallado con cuello de barco. Eso fue hacía un mes, la prenda llevaba tres semanas en la percha al pie de la cama y, aun así, se sorprendió al verla.

Juan Pablo lucía un cuello musculoso, unos antebrazos venosos y unas piernas que eran un palimpsesto de cicatrices abultadas de vez en cuando por una variz oscura con forma de medio nudo marinero. Le gustaba lucir todas esas condecoraciones a una vida de futbolista profesional vistiendo bermudas y polos de manga corta. Se auxiliaba con un bastón ortopédico porque ninguna de sus dos rodillas estaba bien. “Ni con las dos completaría una buena”, solía bromear en la cafetería. Y tenía razón, le faltaban ligamentos, cartílagos, meniscos, pedacitos de rótula. “Buen caldo se podría cocinar con todo lo que me quitaron aquellos cabrones. No como este”, argumentaba cuando no le gustaba el cocido del menú. Para la fiesta de los regalos arrebujaba su atuendo cotidiano en una esquina del armario y se enfundaba en su mejor terno: traje de invierno de lana inglesa gris marengo con raya diplomática y solapa amplia, con insignia de oro y brillantes del club en el ojal, camisa de gruesa seda azul cielo, la corbata del centenario del club, alfiler de nácar, reloj suizo de los que presumen de tic-tac, gemelos italianos en los puños, pañuelo de cachemira asomando por el bolsillo del pecho. Y la cachaba de caoba con pulida asa de marfil.

El resto de los inquilinos de la residencia se comportaban del mismo modo. Semanas ha que se habían asignado los regalos. Ya fueran flamantes balones oficiales de la liga profesional, los últimos juegos de mesa, chismes electrónicos recién salidos al mercado, libros o cualquier objeto imaginable. Lo encargaban. Se lo dejaban en su habitación y la administración lo cargaba en la mensualidad de diciembre. Esa era la costumbre. Durante días se habían reunido para confeccionar los paquetes, envolverlos en brillante papel de regalo y rematarlos con unas lazadas doradas con remates rizados. A María Luisa, por ejemplo, le suponía un mundo cada nudo. Pero perseveraba hasta lograrlo.

Al principio, hacía mucho, el día de los regalos de Navidad se organizaba para los propios nietos, nietas y sobrinería mocosa de las personas residentes. Cuando el paso del tiempo los llevó de Erasmus, los empleó o sencillamente arrastró sus destinos a una distancia insalvable, entregaban las cajas a los peques de la urbanización donde se encontraba el centro. Niños y niñas corrían escaleras arriba en busca de un anciano desconocido que portaba un regalo para ellos. El encuentro encendía más ilusión en el donante que en el receptor, que se sentaba de inmediato en el suelo a destrozar el papel, desarmar el cartón y gritar de alegría con su mando de videoconsola en alto. Esa jornada cargaba de futuro a quienes ya casi lo habían consumido entero. Era como conectarles a una batería auxiliar. De repente, olía a Nenuco en lugar de a Rochas o a Brummel. Y se llenaba el suelo entero de huellas muy pequeñas. Y quedaban las manillas pegajosas de manos untadas en babas de caramelo. Y había narices minúsculas marcadas a un metro de altura de los ventanales que arrancaban desde el suelo.

Los más recientes años habían reunido a la chavalería de la localidad, un municipio mediano, en la que se ubicada la residencia.

El último año, como siempre, aguardaron, como pinceles, paquete en el regazo, desde las primeras luces. Nadie llegó. No hubo automóviles que aparcaran en la zona de estacionamiento y abrieran las portezuelas a unos orondos y desbocados chiquillos que corrieran entre tropezones hacía un lazo dorado. Solo silencio. Un silencio abrumador, doloroso.

Así fue el primer día de Navidad sin peques en la Tierra.