vOLVEMOS a tener elecciones generales. Recibir mensajes de contenido político vía WhatsApp será nuevamente tónica general. Podremos ser receptores pasivos -algún amigo o amiga que nos reenvía algo- o activos -partidos que envían a sus seguidores, inscritos voluntariamente, mensajes-. Serán además mensajes adaptados al medio: vídeos cortos, memes y textos llenos de emojis. Es decir, contenido que capta nuestra atención de manera más efectiva.

Facebook, la empresa propietaria de WhatsApp, a sabiendas de los problemas que ha tenido con envíos masivos de desinformación en algunas sociedades (como India o Brasil), puso ciertos límites: los grupos solo pueden ser de 256 usuarios. Sin embargo, existen servicios externos que facilitan los envíos automáticos e incluso agrupan a los usuarios. Esto es algo que los términos de servicio de WhatsApp no permiten. Pero, como bien sabemos a estas alturas de la era digital, una cosa es lo que se puede hacer y otra cosa es lo que luego se hace.

En la era de la movilidad y la compartición social de información, los procesos electorales están contra las cuerdas tratando de mantener su normativa. Por ejemplo, el artículo 53 de la Ley Electoral dice que “desde la convocatoria de las elecciones hasta el inicio legal de la campaña, queda prohibida la realización de publicidad o propaganda electoral”. Se trata de una ley aprobada en 1985. El protocolo de Internet ni siquiera estaba definido y las herramientas digitales y sociales que nacieron con sus capacidades de comunicación y de difusión no estaban siquiera imaginadas. Controlar con esta ley esos envíos de memes o emojis que decíamos, naturalmente, resulta algo más que complicado. Los grupos de WhatsApp que tenemos con amigos, compañeros de trabajo o familia son la versión digital de las paredes o fachadas de nuestras ciudades.

Esta ley no buscaba sino igualar las posibilidades electorales. Tener la posibilidad de articular una campaña de 15 días es algo más alcanzable con presupuestos modestos. Si tuviéramos un periodo más largo, los partidos grandes o que ya tuvieran representación electoral, partirían con ventaja. Cabría reflexionar si una ley redactada pensando en unos medios públicos de mediados de los 80, no debería tener una actualización para contener también los medios públicos de nuestra era. Especialmente porque la era digital ha traído abundancia de información, no la escasez que se vivía a mediados de los 80. Es un cambio de paradigma tan estructural que hacer convivir ambas realidades se antoja más que complicado.

Otro punto que creo debería tener cierta reflexión es el concepto de “medios digitales de los partidos” que dice la misma Ley. Pensar que en Internet, difundir una opinión o mensaje solo depende de los medios de un partido es algo totalmente utópico. Cualquier persona, afín o financiada por un partido, puede diseñar y viralizar un mensaje en segundos. Igualmente, otra diferencia sustantiva es el control del propio contenido: Facebook y Twitter controlan lo que se difunde en sus medios. En WhatsApp, directamente, ni siquiera existe control.

En las últimas elecciones generales, el CIS estimó en un 40% el volumen de indecisos. No se espera ahora que esa cifra baje; más bien puede aumentar. A este colectivo de votantes, cualquier información de alguien cercano le puede condicionar enormemente. Ahí las redes sociales son especialmente efectivas. Te puede llegar un WhatsApp de tu cuñada o de tu primo el día anterior de las elecciones, con un argumento que te parezca medianamente razonable, y cambiar tu voto. Esa direccionalidad de las “cuentas de un partido” choca frontalmente con otro elemento que los medios digitales y sociales han cambiado: la legitimidad ya no es vertical, sino horizontal. Hacemos más caso a nuestros pares que a entidades institucionales.

Es ingenuo pensar que nuestras leyes son compatibles con una era digital que ha transformado la creación, procesamiento, difusión y recepción de información. Necesitamos una actualización de la ley electoral.