lOS libros eran su obsesión. Casi enfermiza. Desde su regreso de las Indias, donde amasó una sólida fortuna gracias a un ingenio de azúcar, Ubaldo Goicolea se enfrascó en la búsqueda de libros. Cumplida la sexta década de vida, al rentista le llegaban los dineros desde la fábrica de Cuba hasta el palacete que se había levantado en Gordejuela. Estilo francés, jardín inglés, enorme palmera, magnolios exuberantes y desvergonzadas buganvillas que corrían sobre las tapias. También una fuente circular donde una ninfa de bronce vertía su chorro desde una cornucopia que sostenía despreocupadamente entre las manos.

Don Ubaldo jamás se integró en la burguesía local. Huía de los actos sociales. Aborrecía los toros y la ópera. Y esa sorda competencia sobre quién podía exhibir muestras de la más poderosa cuenta bancaria. Jamás se entendió con banqueros, navieros ni empresarios del acero. Los propietarios de minas le parecían una gente despiadada que se enriquecía arrancando las carnes de la tierra y la salud de los hombres.

En el ingenio de azúcar sudaban los bueyes y las mulas que se alternaban para mover la muela. Los cubanos cantaban. Y tomaban ron. Poco más necesitaban. Él se encargaba de convertir la melaza en dinero. Eso era todo. Además de la azafra. Al sol. Pero sin aquellas nuevas máquinas del infierno.

Su único amor eran los libros. No quiso el destino que se cruzara con mujeres, ni hombres, que le interesaran. De este modo alcanzó una edad en la que el vigor y la pasión se podían comparar con estufas cegadas por la ceniza.

El papel impreso. Los pliegos cortados, cosidos y cuidadosamente encolados y encuadernados. Eso le volvía loco. El olor, a la vez graso y ácido, de la tinta le subyugaba. No era raro que se sorprendiera a sí mismo deteniéndose junto a una recoleta librería de París, Londres o Budapest, simplemente porque el olfato se lo requería.

Don Ubaldo viajaba mucho. Siempre en busca de viejas ediciones de este o aquel tomo. Se embarcaba, o subía a trenes, en solitario. Con equipaje liviano. Mientras, el servicio cuidaba el caserón, junto al que había mandado construir un pabellón de hierro colado, cristal y ladrillo. Nada de madera. No quería incendios.

Le conocían los libreros de viejo y coleccionistas de media Europa. Fue de ese modo, en conversaciones de trastienda, que empezó a oír hablar de la Biblioteca Infinita.

Decían unos que se hallaba en el Transkirg turco, entre las montañas y los desiertos, en la remota ciudad de Umsborz, que fue parada de las caravanas y lugar de intercambio de pieles, caballos, telas y topacios. Otros que en el puerto fluvial de Taumminen, en la imprecisa frontera entre Prusia Oriental y Lituania, donde quedó un castillo perdido de los Caballeros Teutones.

Los más fantasiosos aseguraban que se resguardaba en un enorme templo, obrado con adobe y pintado de blanco inmaculado, que brillaba sobre una colina achatada de Ubunctú, en el reino de los Dogón, en pleno corazón de África. Hasta allí habrían llegado, junto a muchos otros, los libros naufragados de la interminable colección de Hernando de Colón, el hijo cordobés y bastardo del Descubridor.

“Tuvo también don Hernando, mi señor, muy grande deseo de allegar muchos libros y aun todos los que pudiese hallar como lo puso por obra, y allegó y puso en su librería todos los más que hasta su tiempo se imprimieron, y dejó renta para que siempre se comprasen los que demás se hallasen”, dejó escrito de Hernando Colón un tal Juan Pérez.

Ubaldo dedujo que no existía manera segura de trasladar tanto libro de Sevilla a Ubunctú. Y menos en el siglo XVI. Desechó esa expedición y acudió a Estambul en busca de la Biblioteca Infinita. Contrató hombres y bestias que le portaran hasta el Transkirg, estepa polvorienta y desolada. Nadie sabía nada de una ciudad llamada Umsborz. Y menos de una gran biblioteca. Eso eran cosas de infieles. Todos los libros están en uno y lo escribió el Profeta. Preguntó e inquirió hasta el límite de la prudencia.

A su regreso a Estambul tomó un paquebote hasta Constanza para remontar en embarcaciones de pasaje el Danubio hasta Viena, de donde el ferrocarril le condujo a Breslavia. En esta ciudad polaca compró pasaje en un velerito con ruta a la bahía de Pomerania. Alquiló un coche de caballos con su postillón, que conocía Taumminen. En su destino, Ubaldo dedicó dos días completos a dormir en una posada en la que solo se comía tasajo de cerdo y col fermentada. Siete jornadas tardó en encontrar la Biblioteca Infinita, caminando por calles heladas en las que el adoquín resbalaba. Un gran rótulo de latón decía algo en alemán en la puerta lúgubre de lo que parecía una antiquísima fortaleza hexagonal.

Ubaldo llamó a la campanilla. Asomó, morosamente, un anciano tras sus anteojos. Era un ser bruñido por el tiempo. Entre frágil e indomable. Se diría que sin una gota de agua en el cuerpo sarmentoso.

Con poca esperanza, el enamorado de los libros habló en español.

-Buenos días, caballero.Vengo a ver la Biblioteca Infinita. Quisiera hacer una oferta que me gustaría consideraran...

Para su sorpresa, el anciano respondió en un sefardí con acento germano, pero perfectamente comprensible. Y le hizo pasar a un salón inmenso cubierto de anaqueles vacíos. Al fondo, sobre un atril, descansaba entre el eco un único ejemplar encuadernado en cuero. Nada olía a tinta. Ubaldo, boquiabierto, caminó lentamente hasta el tomo. Carecía de título. Lo abrió. Las hojas permanecían en un blanco amarillento.

-Esta es la Biblioteca Infinita. La de los libros que están por imprimir- susurró el guardián.

Cuando regresó a Gordejuela, don Ubaldo Goicolea pidió al servicio que demoliera el pabellón recién construído.