seGURAMENTE a estas alturas ya conozcáis Tinder. Se trata de una aplicación geosocial que nos muestra una fotografía de alguien que se encuentra cerca de nosotros. Utilizarla es tan fácil como deslizar la imagen hacia la izquierda o hacia la derecha, que son gestos expresivos de un “me gusta” o “no me gusta”. Cuando la acción es indicativa de interés, y nos es correspondida, la aplicación nos avisa para arrancar una comunicación privada con él o ella. Un encuentro satisfactorio con alguien en el menor tiempo posible y con el menor gasto de energía.

Como ven, la profundidad en la relación social no está atravesando su mejor momento. Cuando arrancó Internet, el chat ya supuso una auténtica revolución para los que venían de una época en la que el mundo físico era la única alternativa para las interacciones y relaciones sociales. Pero hoy en día esto se ha acelerado mucho más, a golpe de “desplazamiento de imágenes”. Tinder es solo la metáfora de una de las principales conclusiones de nuestra era: lo fácil triunfa. Dada su sencillez, la gente lo ve casi como un juego. En cualquier rato libre, sale eso que llevamos dentro que nos lleva a pensar que encontraremos a la persona de nuestras vidas. Y nos ponemos a mover fotografías a la izquierda y a la derecha. Y Tinder, consciente de ello, no para de sacar funcionalidades que lo convierten cada vez en un mejor juego.

El éxito de Tinder es realmente espectacular. A cierre de 2018 (últimos datos disponibles), tiene ya 57 millones de usuarios en todo el mundo, algo más de 4 millones de ellos pagando por funcionalidades añadidas. Los ingresos totales de Tinder cerraron cerca de los 800 millones de dólares. El Grupo Match (que posee Tinder y otras aplicaciones similares como Meetic, OkCupid, etc.) está valorado ya en 12.000 millones de dólares (algo más que empresas industriales como Siemens Gamesa o Grifols, por ejemplo). La dictadura de lo fácil valiendo más que históricos conglomerados industriales...

Más allá de estos guarismos, me pregunto siempre, cuando leo y pienso sobre todo ello, qué será de nosotros y nuestras relaciones e interacciones si seguimos generalizando este modelo de relación. Que haya gente que prefiera que se le escriba, en lugar de una llamada o reunión corta, me parece simbólico. Especialmente por esa lógica de la facilidad, que académicos como el profesor del MIT Sherry Turkle llaman “sin fricción”, eficientes y de menor vulnerabilidad. Un modelo de relación que él nos invita a re-pensar, principalmente por lo que sabíamos hasta la fecha de la evolución humana y nuestra forma de convivir en comunidad de manera altruista y cooperativa.

Otras tecnologías de propósito general previas como la imprenta, el teléfono, la televisión... revolucionaron cómo accedemos e intercambiamos información. Sin embargo, no cambiaron los aspectos más esenciales y fundamentales de las relaciones humanas. La cooperación, la amistad, los procesos de enseñanza-aprendizaje o incluso las relaciones sentimentales llevan cientos de años programadas en nuestras sociedades. ¿Podrían estar la era digital y la inteligencia artificial cambiando todo esto? Es precisamente lo que a muchos nos preocupa y que llamamos el efecto digital de las relaciones humanas. Que estemos hoy en día diseñando y programando máquinas para que se comporten como humanos o que, incluso, sientan como humanos, no creo que ayude tampoco en esa dirección.

Esta transformación de las conexiones humanas tan esenciales debe llevarnos a reflexionar sobre su evolución. Que estemos usando herramientas para relacionarnos que invitan a la superficialidad, el narcisismo y la falta de cooperación social, no creo que ayude mucho a perpetuarse en el tiempo. Estamos dedicando gran parte de la investigación hoy en día a la parte más utilitarista y productiva de estas tecnologías, sin entrar a revisar estos efectos secundarios en clave de impacto social y básico del código humano. Sin duda alguna, un campo apasionante a la par que preocupante.