El clan ascendía fatigosamente por la ladera de la montaña. Caminaban cuatro hombres, tres mujeres, una anciana y media docena de pequeños de distintas edades, uno de ellos sobre la espalda de su madre. Llovía ceniza. Una ceniza leve que caía del cielo lentamente, oscilando. Como una perezosa nieve de luto. A veces gris, a veces negra.

Los adultos subían tras la huella que abría el primer varón, apoyado en el asta de su lanza. Resoplaban a pesar de lo suave de la pendiente. Sudaban bajo las pieles que les cubrían. Hacía frío. El aire era muy fino, con una imperceptible proporción de oxígeno en la mezcla de gases. Debían encontrar un hueco, más allá de las nubes, en la cima. En otras ocasiones lo habían conseguido. Cuando las nubes, bajas y pesadas, asomaban en el horizonte, siempre por el Este, la anciana buscaba cimas con la mirada y urgía al clan a dirigirse a cualquiera de ellas. Algunos picos quedaban por encima de aquella bruma oscura. Y conservaban agua limpia, sol y tierra.

Los pequeños forrajeaban. Se movían en silencio, comunicándose por gestos, alternando los saltos sobre las puntas de los pies con los trayectos a cuatro patas. Incansables, buscaban agujeros que indicaran cubiles de serpientes, lagartos, roedores, comadrejas. Cualquier cosa. Las arañas y avispas grandes también eran apreciadas. Y, por supuesto, los hormigueros. Hacía varias estaciones que no se tropezaban con panales. Ni rastro.

Las huellas de las ratas sobre la capa de ceniza se distinguían con facilidad. Series de cuatro agujeros. Rectas. En zigzag. O trazando una curva en torno a alguna roca cubierta de escamas. Parecían dibujos realizados por un loco con un punzón. Para los pequeños suponían un largo texto que sabían leer sin balbucear y que siempre escondía un regalo al final.

La anciana había adquirido el poder de sentir el paso del tiempo aunque la luz fuera siempre la misma. Las nubes formaban un tamiz tan grueso que resultaba imposible localizar la posición del sol. Sus rayos pasaban difusos y no cabía distinguir las sombras de los tocones o las personas. La anciana se miraba dentro para conocer el momento de la jornada. Jamás fallaba. Ella determinaba cuándo acampar, cuándo comer, cuándo volver al sendero. Relataba a menudo la historia de los dioses que se aparecían en piedras. Y hablaban. Su madre se la había contado a ella. Y antes hubo otras ancianas.

Urgido por la necesidad de alimentarse y respirar, el clan había olvidado cómo eran las piedras de los dioses. Quizá en aquellas piedras residiera la solución a sus penurias. Antes, en la época en la que el clan fue más numeroso, dedicaban algunos días a buscar piedras de los dioses. Nunca tuvieron suerte.

La historia sostenía que algunas rocas, planas y muy finas, tan pulidas como las cabezas de las hachas, servían a los dioses para hablar a los hombres. En otro tiempo, aquellas piedras se descubrían con facilidad. Abundaban. Quien encontrara una, solo debía esperar a que el Dios del Agua le mandara su mensaje. O la Diosa del Viento. Siempre era muy difícil de entender. Las ancianas lo interpretaban con acierto.

Hacía demasiado que la ceniza lo cubría todo. Y la finalidad de un día, y el siguiente, era sobrevivir. Así de fácil. Así de complicado. Ni siquiera la anciana del clan había tocado una piedra de los dioses. A decir verdad, hasta dudaba de su existencia. Las leyendas de otro tiempo no daban de comer hoy.

Al clan le restaban menos de cien varas para llegar al manto de nubes cuando Ojos Grandes gritó. La anciana pensó que la comadreja que el chico perseguía acababa de morderle. “¡Una piedra de los dioses!”, gritó Ojos Grandes.

El pequeño frotaba algo con su mano derecha. Fue qui-tando la ceniza pegada. Corrió hasta la anciana. “Madre de madres, el instrumento de los dioses”, aseguró alargando el objeto.

Una piedra plana. Medio palmo de largo, un cuarto de ancho. Menos de una uña de grueso. Muy pulida. La vieja escupió sobre la cosa. La limpió a conciencia con su antebrazo velludo primero, y con un trozo de piel de marta después. Terminó brillando. La piedra era negra, sin rugosidades ni arañazos. “Puede ser, puede ser... una piedra de los dioses”, susurró la anciana.

El clan se arremolinó a su alrededor. Por un momento el hambre, la sed, el cansancio o ese dolor de las entrañas quedaron en el olvido. La anciana levantó la piedra de los dioses para poder observarla mejor. No pesaba más que un lirón. Rezaron las oraciones en el idioma primitivo para despertar a los todopoderosos. Una y otra vez. No hubo respuesta. Podía tratarse un canto rodado extraño. Nada más.

La anciana tomó la piedra de los dioses por los lados. Comenzó a apretarla rítmicamente con los dedos de las manos. Repitió la letanía. Era lo que decían las historias que había que hacer. El clan observaba boquiabierto.

Tras uno de los apretones, la piedra empezó a emitir luz. Primero blanca, después a colores. Los dioses hicieron sonar cascabeles y flautas. Volvió el silencio. Se fue la luz de la piedra. De repente, regresó la luz. Se apareció una diosa con un extraño tocado que le cubría las orejas, en un lugar de un blanco que jamás habían visto. Y habló.

-Cariño, si te llega este mensaje a tiempo al teléfono, corre al refugio nuclear. Corre. Te quiero, mi amor. Ojalá nos veamos pronto.

La diosa lloró. Chilló una flauta muy aguda. La luz y la diosa se fueron. La anciana se quedó mirando la piedra, de nuevo negra. El idioma primitivo. Conocía alguna palabra. “Corramos a la cumbre. Es la voluntad de los dioses. Apretad el paso”, ordenó.

Ojos Grandes siempre fue un gran cazador. Aunque no encontró más piedras de los dioses.