Parece de entrada una contradicción en sus términos en la medida en que la democracia sólo puede ser expresión de una soberanía que reside en el pueblo. Pero, así y todo, estamos viviendo un proceso muy bien nombrado por este concepto, atendiendo a un doble proceso que corre en paralelo: la disminución de espacios para la participación ciudadana y el fortalecimiento de ámbitos elitistas de decisión. Doble proceso que se acentúa en el marco de la globalización, donde las distancias entre ciudadanía e instituciones tienden a aumentar.

La tentación de privatizar la democracia

La democracia está en serio peligro. Son grupos privilegiados los que quieren reventarla. El caso español ilustra bien el afán desmedido de hacer colapsar la democracia. La extrema derecha, pero también una parte notable de la derecha más moderada, busca que la división de poderes pase a mejor vida. Si ya la democracia liberal es una democracia diluida, lánguida, adelgazada, la democracia en el mundo neoliberal es aún más agresiva y ningunea no sólo a la ciudadanía, sino que también a instituciones como los parlamentos que pasan a ser figuras políticas con pérdida de valor funcional. El gobierno por decreto gana terreno y con ello la democracia se privatiza. Siempre he pensado que las amenazas que sufre la democracia ya no provienen tanto de fuerzas externas si no de sus propias dinámicas internas. El mayor enemigo está adentro.

La globalización representa avances y también peligros. Podemos monitorear el mundo gracias a los avances tecnológicos y las redes de comunicación. Pero con la globalización perdemos la posibilidad de estar cerca del poder para influir sobre el mismo. Los amos del mundo están lejos de cada uno de nosotros, apenas los conocemos y no hay manera de sustituirlos en las urnas, ya que sus poderes no nacen del voto. Pero ocurre La democracia sufre. En los estados la privatización de la democracia sustrae a las y los ciudadanos sus derechos a participar en la política, trasladando a los partidos políticos poderes exclusivos que no comparten con el pueblo llano. Tanto es así que, con demasiada frecuencia, los intereses de los partidos se colocan por encima de los de la ciudadanía.

La privatización de la democracia es lo peor que nos puede pasar. Sin ella, o con ella profundamente dañada, nos dirigimos hacia una sociedad mundial vigilada, de pensamiento plural limitado –otra contradicción en sus términos perfectamente explicable–. Precisamente, la partidocracia expresa esta dualidad que ya se impone en la realidad de nuestras empobrecidas democracias. La partidocracia privatiza la acción política y la democracia misma, adueñándose de lo que debieran ser espacios públicos participativos. Sería distinto si al menos los partidos cumplieran sus promesas electorales, por cuanto entonces el hecho de votar tendría todo el sentido y sería funcional a la creación de una sociedad democrática. Ahora no sucede así: votamos, nos incumplen las promesas y te dicen “vote a otro dentro de cuatro años”. Pero ese otro también privatizará la democracia y se cerrará un círculo vicioso.

En este escenario pienso que recuperar la política y la democracia es urgente. Para ello la política tiene un lugar privilegiado: la comunidad. Preservar la comunidad es una de las tareas prioritarias, es uno de los antídotos. Donde no hay comunidad no hay política sino anomia, es decir, aislamiento del individuo y lucha de todos contra todos. La derecha trata de sustituir los conflictos entre grupos y entre clases por conflictos entre individuos que tienden a destruir el espacio comunitario. Para la derecha y su discurso economicista, la competitividad reemplaza la ilusión política por la ilusión económica que nos hace feroces y rivales.

Precisamente, la ilusión económica pretende sacar al individuo de todo marco colectivo de referencia, porque en la individualidad es mucho más vulnerable y domesticable. Reducir al individuo a sujeto económico es arrebatarle la condición de ciudadano que le da participación en el espacio público. Mientras, en la superestructura, se reduce la política a la lucha por el poder entre las elites, una vez que la democracia ha sido domesticada y privatizada.

La privatización de la democracia va paralela a un esfuerzo ideológico y cultural del neoliberalismo que persigue la despolitización del individuo, haciéndole creer que sus sueños requieren de esfuerzos puramente personales dislocados de la comunidad. La idea-fuerza de que cada cual es principio y fin se difunde desde nuevos espacios hedonistas que tienen una carga individualista alarmante. En todo caso, la repetida idea de que los problemas que aquejan al mundo los podemos resolver poniendo cada una/uno de nuestra parte, esconde realmente el objetivo de la desmovilización social y política. Se nos dice que la suma de la felicidad de cada uno/una será la felicidad de todos. El mundo es un escenario salvaje, pero se nos pinta un cuento de hadas.

En realidad, sin un movimiento general de la sociedad, sin esfuerzos coordinados, sin fuertes relaciones sociales investidas de deseos de cambio, no hay nada que hacer. Por otra parte, la justicia a todos los niveles exige compromiso social, organización y estrategias. Frente a este esfuerzo de la comunidad, la sociedad post política consagra la idea de que lo mejor está fuera de la izquierda y de la derecha. El centrismo, que es todo y es nada, es la expresión del objetivo no explicitado de cargarse las ideologías. Al individuo desconectado de la comunidad se le propone ser doblemente consumidor: de bienes materiales y de ideas post políticas. Una de ellas es el famoso híbrido del centrismo que se presenta como la gran posverdad.

¿Por qué abundar en la idea de recuperación de la política? ¿Por qué tanta insistencia en combatir la privatización de la democracia? La política es el único espacio autónomo que reconoce la palabra a todos los sectores sociales y el único poder que puede hacer de contrapeso al poder que mueve los hilos económicos, portador de una democracia robada que no es sino una democracia sometida. Es verdad que el descenso de la pasión política no puede ser el fin de la política, pues la función de la política ha de ser garantizar las condiciones dignas de los seres humanos

Tal vez, una democracia cosmopolita pueda devolver a la gente la idea-fuerza, extraordinaria y radical, de la democracia como noción de gobierno de la gente en formas diversas y en diferentes niveles: locales, ciudades, metrópolis, comarcas, departamentos, regiones, nacionalidades y naciones, estados nacionales, regiones supranacionales y más allá en el plano mundial. Hoy, ya vemos elementos de esta democracia en juego. Pero para avanzar en la buena dirección habrá que desmontar primero realidades económicas que juegan en sentido contrario y propician la privatización de la democracia. Vincenç Navarro y Juan Torres publican datos como estos: las diez más grandes compañías controlan el 53% del mercado farmacéutico mundial; el 54% del beneficio del sector de la biotecnología; el 62% de la farmacéutica veterinaria; el 80% del mercado global de pesticidas y del comercio mundial de alimentos. Por poner unos ejemplos. Pues bien, esta concentración de poder está desmantelando la democracia.

Politólogo especialista en Relaciones Internacionales y Cooperación al Desarrollo