Tras el susto provocado por la pandemia del covid y con la guerra entre Rusia y Ucrania más o menos estancada, la Comisión Europea y el Consejo creen que ha llegado el momento de empezar a volver a la “normalidad fiscal”, esto es, a aplicar las reglas acordadas en materia de rigor fiscal.

En la comunicación de la Comisión al Consejo de marzo pasado para ir preparando el asunto se señalan como hitos del periodo que vivimos lo siguiente: “La última década se ha caracterizado por importantes perturbaciones, en particular la crisis económica y financiera, la crisis del covid-19, la invasión rusa de Ucrania y la consiguiente crisis energética y el aumento de la inflación. Esta incertidumbre obliga a la política presupuestaria a mantener su flexibilidad en el futuro”.

Parece que a la Comisión se le “olvida” reflexionar sobre la desastrosa aplicación de la política de austeridad tras la gran recesión, provocando miseria y dolor en Portugal, España, Italia y sobre todo en Grecia, sacrificio de la ciudadanía y su bienestar, de los que aún no se han repuesto los países, ¿en favor del crecimiento? Por supuesto que no, porque desde entonces Europa se encuentra en una situación de estancamiento, que se busca disimular por las dificultades achacables a la pandemia o a la política de sanciones a Rusia y sus repercusiones internas.

Rechazando cualquier atisbo de hacer autocrítica, las autoridades y gobiernos comunitarios deciden en una fuga hacia adelante que los cambios que eventualmente haya que introducir en la gestión de la cosa pública solo afecten al ritmo con el que hay que introducir los recortes, y no al corazón de la política de ajuste. En la comunicación se lee: “Se está logrando una convergencia de puntos de vista en torno a varias cuestiones clave, pero quedan otras por aclarar. Existe un acuerdo en que los valores de referencia del 3% y del 60% del PIB del Protocolo nº 12 anejo a los Tratados debe mantenerse sin cambios”. Pues bien: dicho esto, el resto de las páginas del documento son literatura, arreglos florales para vestir la incapacidad de pensar la realidad que afecta a la mayoría de tecnócratas y políticos de la UE.

Si nos fijamos en los cálculos que maneja la Comisión, a España se le está pidiendo que reduzca el gasto público en unos 17 mil millones de euros en 2024, apenas 1.000 menos que el recorte que se exige a Francia, aunque lejos de los 30 mil millones que se pide a Italia que deje de gastar.

En la visión distorsionada del pensamiento neoliberal, un euro que se deje de gastar a través del presupuesto, financiado con emisión de deuda, es un euro que deja de ser utilizado por los rentistas para multiplicarse dos o tres veces si lo gestiona el capital en la producción de bienes y servicios -por supuesto, en esta visión de las cosas, el euro que se gasta a través del presupuesto es casi siempre improductivo, salvo que se destine a infraestructuras al servicio de las empresas-. Pero veamos algunos datos que al parecer no le dicen nada a las autoridades europeas. En 2023, si excluimos el pago de intereses de la deuda, solamente Rumania, Malta y Eslovaquia mantenían un déficit fiscal superior al 3%. Es la subida de los intereses la que hace que por ejemplo el déficit de España pase del 2,1% del PIB al 4,5%, o el de Francia del 3% al 4,7%.

Es decir, una institución europea, el BCE, sube los tipos de interés de referencia que elevan de paso los tipos de la deuda. Y otra institución -la Comisión - sugiere que el pago de ese aumento de intereses recaiga en conjunto de los ciudadanos con la reducción del gasto público en determinadas prestaciones.

En cuanto a la deuda, solo Grecia e Italia tienen una deuda pública que pese más en la economía que por ejemplo en Estados Unidos que tiene una deuda equivalente al 123% de su PIB, y no parece que la consolidación fiscal (eufemismo más eufémico que “ajuste” para evitar decir “recortes”) esté a la orden del día allende el Atlántico. Por no decir en Japón, donde el peso de la deuda pública es del 250% del PIB, mayor que la del país comunitario más endeudado a este respecto, Grecia, con un 152%.

Pero es que, además, la idea de los expertos de la Comisión, sean éstos los funcionarios o sus asesores, de que el crecimiento sostenible depende de una deuda pública controlada en el 60% del PIB, se da de patadas con la realidad constatable. Por ejemplo, en los últimos 3 años, los países que más han crecido en la Unión Europea, como Hungría, Letonia, Estonia o Chipre, se encuentran también entre los que han tenido un mayor crecimiento del peso de la deuda pública. Por el contrario, los países que han reducido la deuda en estos años, Dinamarca y Luxemburgo, son los que menos han crecido, con la única excepción de Polonia, que, reduciendo el peso de la deuda en casi dos puntos del PIB, ha visto crecer su PIB en un 30%. Pero es que el PIB de Croacia o Lituania también ha crecido un 30% en los últimos tres años, y su deuda ha aumentado en un punto y medio del PIB.

Y por qué no referirnos al milagro del crecimiento por antonomasia en el siglo XXI, China, cuyo crecimiento en lo que llevamos de siglo, el tamaño de su PIB, se ha multiplicado casi seis veces, al tiempo que su deuda pública pasaba del 25% al 85% del PIB. No parece que sobrepasar la mágica barrera del 60% haya impedido a China que desde 2019 -año en que superó una deuda pública del 60%- su PIB se haya incrementado un 20% a pesar de que la deuda lo ha hecho en 22,5 puntos. La UE en el mismo periodo, ha logrado controlar el crecimiento del endeudamiento público con un aumento de su deuda de solo 3,8 puntos, pero su crecimiento ha sido de apenas un 4% de 2019 hasta 2023.

Por lo tanto, argumentar que si un país quiere crecer, tiene que reducir su deuda, es como creer que si uno se está ahogando, puede mantenerse a flote tirándose de los pelos. Puede parecer broma, pero, lamentablemente, este es el nivel de conocimiento, o mejor dicho, de desconocimiento activo de la realidad con el que se toman algunas decisiones estratégicas en la Unión Europea hoy en día.

Tampoco se trata de afirmar que a más deuda necesariamente más crecimiento. Pero si destacar que el círculo virtuoso que promete la Comisión y que los gobiernos se tragan sin pestañear, de que el desendeudamiento público genera un ciclo de crecimiento más robusto y sostenido, es una quimera. Porque lo que importa no es tanto el nivel del gasto público, sino el uso que se da al mismo. Si un país aumenta su deuda para realizar inversiones en infraestructuras, para mejorar la educación y la salud de su población, lograra un crecimiento económico más sostenible que el que eventualmente pudiera lograr renunciando a esas inversiones para pagar menos intereses por la deuda.

Y en todo caso, la deuda pública ha llegado para quedarse, en niveles muy superiores a los que están acostumbrados los alemanes, porque la economía surgida de la gran recesión de 2009 se caracteriza por un mercado más frágil y plagado de intereses especulativos, que solo con la participación activa de la cosa pública logra mantener el pulso y el dinamismo mínimo para evitar el colapso.

La cuestión no es reducir el nivel de endeudamiento para seguir pagando a los señores rentistas el 3% o el 4% del PIB en forma de intereses, sino resolver la disfuncionalidad de un sistema económico que solo vive con respiración asistida de los gobiernos. La eutanasia del rentista, que ya predicara Keynes en los años 30 del siglo pasado, vuelve a ser la cuestión pendiente un siglo después.