AYER fue 10 de diciembre de 2023. 75 años atrás, el 10 de diciembre de 1948, se adoptó en París, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, documento no obligatorio ni vinculante para los estados pero que sentó las bases para la creación de las dos convenciones Internacionales de la ONU, El Pacto Internacional de derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, sociales y culturales. Una real promesa de justicia para todos y todas, como se recoge en su primer artículo: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Estará de acuerdo conmigo el amigo lector y la amiga lectora que la distancia entre el enunciado y la vida real misma es un inmenso e insondable abismo de hipocresía.

Derechos Humanos, 75 años

Entre el continuo vaciamiento que muchas palabras y logros trabajosamente conseguidos están sufriendo es quizá el término de Derechos Humanos (DDHH) uno de los más traducido, y también uno de los más vulnerado, adulterado y violado impunemente. A este proceso de adulteración a la baja, ciertamente más acentuado en las últimas décadas, ha venido a sumarse la asimilación de que han sido objeto por parte de las sociedades modernas y de bienestar que los han incorporado a su bagaje de supuestos logros, supuestos sí, haciéndoles formar parte como elemento conservador de un sistema que sin embargo no hace posible, ni mucho menos, su pleno disfrute por parte de todos y todas. Todavía hoy, los DDHH, ofrecen, despojados de las adulteraciones e intereses egoístas con que se las maneja, una actitud contestataria, una posibilidad de cambio hacia una sociedad mejor, más justa, más inclusiva y más solidaria. Aunque también no deja de ser cierto que hablar de los DDHH, cuando en tantas partes del mundo son violentados, puede significar(nos) una cómoda evasión intelectual, y obvio también que teorizar sobre ellos podría ser una burla para millones de personas que padecen en sus carnes sus ausencias más flagrantes si no va acompañado de una actitud proactiva y militante en aras a su consecución. En este sentido, cualquier simplificación en materia del “vivir” humano tiene el riesgo de falsear la realidad. Así no resulta difícil establecer categorías de resistencias y de obstáculos contra la vivencia efectiva de los DDHH: monopolios obscenos de riquezas, medios y fuentes de producción, poderes, fuerzas y realidades que deberían pertenecer a todos los seres humanos y que sin embargo están concentrados en determinados grupos, entidades, corporaciones o personas. Monopolios generadores de pobreza, miseria y desesperación en cientos de millones de seres humanos para los cuales la lucha por la vida, simplemente consiste en mantenerse vivos, se convierte en un auténtico calvario diario de resistencia vital.

Es la “vida” lo más preciado del ser humano, así como la libertad y la seguridad. Pero sin “vida” no hay libertad ni seguridad. Bien, pero, pero, ¿qué “vida”? Es la “Vida” un concepto clave y fundamental desarrollado en la Declaración Universal de las Naciones Unidas cuando afirma categóricamente en su art. 3º que “toda persona tiene derecho a la “vida”, a la libertad y a la seguridad e su persona”. Pero el mismo concepto de “vida” también se halla ampliado categóricamente en el art. 25 cuando afirma que “toda persona tiene derecho a un nivel de “vida” adecuado para asegurarle a ella y a su familia la salud y el bienestar, en especial en todo lo referente a la alimentación, vestido, vivienda, asistencia médica, y servicios sociales en caso de paro, enfermedad, invalidez, vejez, viudedad etc.”. Por si fuera poco, la misma Declaración insiste en su art. 22, en que “toda persona tiene derecho a la seguridad y a la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad”.

Es indispensable que se ponga esmerado empeño para que al desarrollo económico le corresponda igual progreso y justicia social basado en la solidaridad con los más vulnerables. El derecho a la “vida” consiste, en vivir, pero también en satisfacer todas aquellas necesidades del ser humano, es también tener acceso a todas esas cosas con las que se construye la “vida” de uno, acceso real a todas esas cosas que hacen de la “vida” una vida digna y justa. El derecho a la “vida” abre pues paso a otra serie de derechos. El derecho a la posesión de bienes propios, al trabajo como fuente de esos bienes, el derecho a la educación como medio de ejecutar a futuro un trabajo eficaz justamente remunerado, todas estas cuestiones son condicionamientos fundamentales de ese derecho a vivir. La Educación, la sanidad, la cultura e igualdad de oportunidades, trabajo y posesión de sus frutos son, entre otros, cimientos de una “vida” digna.

Enrique IV de Francia y III de Navarra el “Buen Rey” ordenó en su día, entendiendo que vivir implica en primer lugar alimentarse: “Quiero que haya una gallina en la olla de todos los campesinos todos los domingos”. El cumplimiento de tan social medida dio como resultado un plato, “La poul au pot” emblemático en la cocina Bearnesa (más de uno/a lo agradecería hoy mismo). A los diferentes informes de Caritas (Foesa) y otras organizaciones y ONG me remito, a sus descarnadas y reiteradas denuncias: demoledoras ellas donde las hubiera, interpelaciones a la justicia social, denuncias claras de hipocresías y dobles morales, individuales y colectivas, sociales, económicas y políticas.

La Historia es una triste y larga relación de injusticias y violencias, pero también de lucha, amor, solidaridad y dignidad entre las personas, en definitiva, la historia también es una sucesión de superación ética desde los propios criterios morales y la fuerza política. Y este proceso liberador no está cerrado en modo alguno pues hoy mismo la Historia sigue sembrada de víctimas caídas por esta causa. Su Art. 2, no permite escapatoria alguna: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”. Que los vientos nos sean favorables a todos y todas: salud y trabajo, libertad e igualdad, y fraternidad. Y solidaridad, y piedad, para con los miles de refugiados/as que despavoridos/as escapan de los diferentes y múltiples horrores, y que se ahogan en nuestros mares como en el Mediterráneo “civilizado”. Que no perdamos nunca la capacidad de avergonzarnos por ello. Así me he referido en alguna otra ocasión a otro drama, el de los refugiados/as que huyen desesperados/as de sus tierras de origen en guerra y hambre. “¡Es de justicia! así, de esta forma se manifestó el lehendakari, Iñigo Urkullu, en el último Aberri Eguna en la Plaza Nueva de Bilbao el 17 de abril cuando se refirió a las guerras en general, y a la invasión/agresión de Putin a Ucrania en particular y a los millones de refugiados que ha generado este auténtico desastre humanitario. Apelación a la justicia compartida de vascos/as y sus instituciones en la acogida de esas personas que huyen desesperados de sus países. Nosotros también fuimos acogidos en las conclusiones de las carlistadas y al término de la guerra civil”.

Y como diría León Gieco: “Que la guerra no nos sea indiferente”. La guerra, sea donde sea, es acto criminal donde los haya. Malditos, malditos sean los que las provocan, malditos, sin excusas, sin ninguna excusa, sin matiz ni color alguno. Hoy y ahora Palestina nos desgarra, los muertos civiles, mujeres, hombres y niños bombardeados y sepultados nos desgarran y avergüenzan como seres (supuestamente) humanos que somos. Criminales con corbata. Pero a pesar de todo que no decaiga la esperanza de un mundo mejor, rendirse no es la opción por barajar. La opción, por favor, se llama empatía, sí, por favor, empatía es esa capacidad que tenemos y que consiste en querer y poder ponerse en el lugar y situación de la otra persona, de la que tenemos en frente, de la que nos interpela con su mirada y grito.