Vivimos en una sociedad cimentada sobre todo en dos pilares, uno el Estado (lo público, el contrato social con la solidaridad y la convivencia, la democracia) y el otro, el mercado (lo privado, la economía con sus pérdidas y ganancias, el capitalismo). Ambos pilares sostienen, en mayor o menor medida, a toda la sociedad actual, a todas las clases sociales en un complejo equilibrio/desequilibrio. El segundo pilar, el mercado, genera riqueza y grandes fortunas, pero también grandes bolsas de pobreza que el primer pilar, el Estado, tiene que sujetar, minimizar y hasta sostener.

No hay riqueza que no se haya aprovechado de los favores del Estado, ni Estado que no los haya beneficiado. Sin irnos muy atrás en el tiempo, recordemos el rescate a la Banca, los paupérrimos impuestos a las grandes riquezas/corporaciones, las concesiones de obras públicas... Por eso, cuesta a veces aguantar aseveraciones como que la riqueza se ha generado con solo el esfuerzo. Tamaña mentira e insensatez es signo de siervos más que de intelectuales y personas libres.

El Estado democrático, la función pública, los servicios públicos, es lo que mantienen el grado de confort, desarrollo, bienestar y paz social. Un Estado fuerte, con unos servicios públicos fuertes (Sanidad, Educación, Cultura, Seguridad, Infraestructuras, Vivienda, Ayudas Sociales, Pensiones, etcétera) nos protege a todos, quita violencia de las calles y fomenta la convivencia. 

El Estado no debe asumir la competencia del mercado, porque quizás no sea su función, pero sí puede controlarlo para que el equilibrio no se rompa y evitar que el mercado marque las normas de relación. Asimismo, el mercado no puede dirigir a la sociedad, porque no ha sido elegida para ello, su papel es el de aportar riqueza para que el Estado no se derrumbe y recordarle que su control tiene sus límites. Pero ¿cómo se rompen los equilibrios Estado/mercado? Cuando no se respetan el uno al otro, cuando el mercado, en su ansia de poder y ganancias, pretende absorber sin control las competencias de lo público (sanidad privada, enseñanza privada, viviendas desprotegidas, etcétera) y no pagando lo que debe llevándole a la inviabilidad; o cuando el Estado, en su ansia recaudatoria, interviene en el mercado desmesuradamente, ahogando la iniciativa privada. Las gentes que defienden la supremacía del mercado no hacen más que lanzar proclamas a favor de reducir la presión fiscal, de la bajada de impuestos e incluso de eliminarlos. Pero ¿qué pasa si se hace eso?

Un ejemplo, en el anterior boom inmobiliario, los Bancos Centrales europeos iban bajando los tipos de interés hasta rozar el 0%, con la idea de que la ciudadanía se beneficiase de ello y se pudieran meter en créditos hipotecarios asumibles para la compra de la vivienda. Lo que pasó es que los promotores-especuladores se dieron cuenta de ello y vieron cómo una pareja joven, con la bajada del tipo de interés, se podía meter en un crédito mayor a más años. Por lo que, en vez de mantener los precios lo que hicieron fue subirlos y los fueron incrementando conforme el tipo de interés bajaba. Así, la medida económica de bajar los tipos de interés benefició en exclusiva a los promotores-especuladores. Otro ejemplo, ¿habéis visto alguna vez bajada de precios de un producto ante una cosecha excepcional que genera excedentes? Yo no lo recuerdo, sí tengo la imagen de destrucción del producto antes de sacarlo barato al mercado…

Ante una bajada del IVA en un producto, el productor no rebaja el precio (lo lógico sería hacerlo ya que paga menos a partir de la bajada del impuesto), sino que lo mantiene, lo que conlleva dos cosas: la primera es que la bajada del impuesto no beneficia a la gente, al consumidor, sino que beneficia al productor-distribuidor; y la segunda, que el Estado recauda menos, por lo que se debilita. Y un Estado débil supone menos protección, menos servicios, más inseguridad.

Al Estado hay que pedirle y exigirle que gestione bien lo que recauda (la fiscalidad) y que fortalezca sus servicios públicos (gasto social), y también, que controle al mercado, que lo intervenga si hace falta, que limite sus ganancias en aras de que la gente pueda vivir y convivir sin problemas. La intervención del Estado tiene que darse en situaciones de subidas desproporcionadas de precios con grandes beneficios (eléctricas, gas, tipos de interés, productos de primera necesidad, vivienda, etcétera) poniendo un tope e incluso bajando precios cuando se analice qué se puede hacer porque sus ganancias son excesivas.

Al mercado, a las empresas, hay que pedirles y exigirles responsabilidad social, que los beneficios reviertan en el entorno que los ha generado incrementando el confort de la gente que hace posible con su trabajo y su consumo, su viabilidad.

Todo se resume en las palabras de Edurne Redín, directora de la Red Navarra de Lucha contra la Pobreza y Exclusión Social: “No puede haber una sociedad democrática con pobreza, ni una buena economía”. 

  • Analista