E habló de una reencarnación. Algo misterioso, típico de la era acuario, había ocurrido en el panorama político que no se podía clasificar, ni explicar y menos cuestionar. Pablo Iglesias, el verdadero Pablo Iglesias, había tomado nuevo cuerpo mortal en un joven madrileño anodino que sólo se distinguía del resto de compañeros por la manía a las tijeras. Su pelo había crecido y en ningún momento pensó en visitar al barbero. Su look, un tanto mesiánico, en un momento inoportuno, pasó desapercibido. Estudiar, sí estudió. Trabajar, nunca. Sus historias sentimentales no interesaban a nadie. Alguien contó que se había hecho con un respetable patrimonio económico debido a unas conferencias, clases o tertulias en Venezuela. Como difícilmente salía del anonimato empezó a contar que su armario ropero se surtía en Hipercor. Ignoramos cómo fue, pero de una buhardilla apareció -siempre estamos rondando lo milagroso- en un chalé madrileño donde no se bailaba el chotis. Se cantaba una Internacional desafinada, aunque el susodicho aseguraba que él y sus amigos podían -así lo aseguraban, que Podemos- cantarla mejor.

Inexplicablemente, el muchacho llegó al retorcido espacio de la política. Pero, como la fama trae la crítica, el halago y después el silencio, el reencarnado -que no lo era- se puso reivindicativo en plan de recuperar un yo que nunca tuvo y en medio del ruedo nacional, con su coleta torera, empezó a dirigir una orquesta que al principio hasta sonaba armónica. Parecía un pasodoble. Y llegaron los primeros pitidos, gritos después y ligeros -más bien grandes- chirridos. “Aspiro al gobierno -decía- pero no crean que estoy de acuerdo. Yo soy de izquierdas- izquierdas”. El yo fue una constante en su vida. El primer susto fue un esmoquin grande -era verdad lo de Hipercor-, desgarbado que resbalaba por su cuerpo delgado, pero que alguien vio como un rojo de esperanza. Sí -pensaban-, se terminará poniendo corbata. Sin embargo, la camisa a cuadros seguía hasta en reuniones protocolarias donde el único punto negro era él. Luego, “yo quiero ser presidente”. Se quedó el segundo en el ranking nacional. Lo de vicepresidente no parecía gustarle. Un peso más en la discordia.

Y, como en todas las historias, cuando la luz se desvanece hay que avivar la llama. Eso de que la dama Ayuso fuera la princesa de Madrid empezaba a producirle un ligero sarpullido, hasta que todo su cuerpo terminó contagiado de algo parecido a la envidia que pone la cara amarilla. Ya nada marcaba la diferencia, sus palabras tenían otro cuerpo -otro tamaño- en el periódico, pasó sin pena ni gloria a las páginas interiores sin interés. No le seguían los fotógrafos, carecía de magia. Por las noches, cuando llegaba a casa, sentía un ligero escozor que auguraba una ausencia de fama terrorífica. Su contestatario protagonismo en un gobierno de corbata y trajes de señora con firma anunciaba con disolverse en el olvido, por algo -la desidia- que no tenía ni idea qué era. Y, las noches se le hicieron eternas, dormía mal, tenía pesadillas y sentía palpitaciones. Alguien dijo que salía de madrugada sonámbulo pidiendo a gritos un sillón. Fue entonces, en una duermevela alcohólica con gaseosa y zumo de limón, cuando vio la realidad. Su realidad. Como vicepresidente no pintaba nada y lo que pintó fue un cuadro abstracto sin arte. Pocos escuchaban sus frases bien construidas pero vacías, ni les importaba la extravagancia de su ropa. Necesitaba un golpe de varita alquímica, algo así como Rosa Díaz. Tenía que hacerse notar, pero no iba a llamar la atención si aparecía con chanclas de bucear con escamas y calzadas dedo a dedo como la susodicha. Así que un día de viento sur se le ocurrió que Madrid era el centro del mundo y, en esa visión, se revolucionó, vio el cielo abierto. Él, como una Baltasar sin Navidad -ya las fiestas pascuales habían pasado- soñó que subido a una carroza y con negritos de mentira -con la cara pintada, no auténticos- se vio sentado en un butacón con dorados de purpurina en medio de todo un boato con lucecitas oscilantes y confeti. Sí, él sería el rey -no el príncipe- de Madrid. Con fingida humildad -le costó un poco dar el paso- entonó un miserere y manifestó que, por el bien del país, sacrificaba su puesto de vicepresidente para engrosar las filas de esa nueva princesa sin nombre -quiero decir la contraria a la princesa-, con pocas posibilidades de triunfo. Él, con su karma, avalaría la formación sin historia real. Pero había una futura princesa sin linaje que no quería dejar pasar su trono pintado en el aire. Y la princesita, con minúsculas porque aún no había llegado al poder -hablar sí que hablaba, y mucho- dijo que no. Movió la cabeza de un lado a otro. Le aceptó como acompañante -ni novio ni prometido- un simple colorín inesperado con pie de foto. El susto, el nuevo candidato no terminó de asumirlo. Su partido, a pesar del antiguo poder como vicepresidente, no lo propuso como primer cabeza de lista -a él ni se le paso un segundo por la cabeza semejante traspiés-. La dama en cuestión exigió sus derechos de antigüedad. Ella podía, estaba antes que Podemos en el partido. El señor famoso -el destino es cruel- se convirtió en un telonero. Viendo su vida futura, se asustó y se lanzó al vacío sin red. Perder con él era mucho perder. No había calculado el efecto de la derrota. Con toda la parafernalia de un suicido espectacular, como Mishima en Japón, se quitó la vida política. Decididamente abandonaba humildemente -lo de humilde es un decir- la política. Ese gesto, más de rabieta de niño pequeño que de decisión de hombre adulto, tampoco consiguió los grandes titulares. Los ciudadanos se encogieron de hombros indiferentes.

Silencio.

Con arrojo bíblico recurrió a su gran bien: el pelo. Su poder estaba en su larga melena, después sofisticado moñete, pero cabello largo al fin. Él, el único vicepresidente del mundo que había llevado su melena como una princesa bengalí, el único que no se había puesto un convencional traje de caballero, tenía que dar una campanada más sonada que los tintineos anteriores. Necesitaba un golpe de efecto que le hiciera volver al colorín de las revistas y abrir los noticiarios televisivos. Y, con redobles de tambor, anunció la decisión de su vida: se iba a cortar la coleta. No hubo una hermosa Dalila que aumentara el efecto mediático de este Sansón delgadito. Pero sí hubo una fotografía -muy estudiada, por cierto- de un serio intelectual con un libro en la mano -nada de bestseller, un texto de pensar- luciendo su sagrada tonsura. Pelo de universitario de los noventa a capas iguales.

Y ¿ahora? Pues ahora hay un silencio muy largo. No queda nada vendible de Pablo Iglesias, nada que pueda sorprender al respetable. Por su cabeza puede discurrir la posibilidad de convertirse en domador de leones de peluche -a lo Ángel Cristo-, en una jaula del circo o quizás aparecer con un escueto tanga atigrado, en una piscina pasada de moda, preguntando por el porvenir a algún vidente que se anuncia en las paginas frívolas. También -dado que su poder parecía residir en el pelo- pueda teñírselo de platino. La verdad es que no hay golpes de efecto para llamar la atención, aunque teniendo en cuenta que este señor no da puntada sin hilo, alguna estrategia rondará su cabeza, pero de vulgaridad, nada. En este corto tiempo sin tirabuzones se ha demostrado a sí mismo que el silencio, después de la fama que tuvo, no le gusta nada. Quizás su siguiente puesta en escena sea sustituir al líder de Vox o aspirar a la presidencia catalana. Eso de honorable, como se le nombraba a Pujol, no parece que sea moco de pavo.

Todo se andará. Aún es pronto. Atención al próximo movimiento. Sorpresa.

¡Ay, Señor, qué cruda es la fama! Es como un bombón relleno de guindas amargas, no de trufa cremosa.

Estamos detrás del decorado. El director -no sabemos cuál- ha dicho: “Silencio, se rueda”.

* Periodista y escritora