ECÍA un sabio que "solo si corres detrás de un sueño podrás atraparlo y hacerlo realidad". Pensamiento profundo y lleno de motivación. Yo, afortunadamente, corrí más rápido que mi sueño. Y este no se hizo realidad.

Soñaba yo el otro día que me orinaba. El dónde, el cuándo o en qué circunstancias no debían ser relevantes pues de la alucinación nocturna nada destacable emergió con posterioridad a mi consciencia. Simplemente, de aquel trance rescaté la enorme ansiedad que me producía la gana de orinar. Según me han dicho, esta suele ser una alucinación un tanto recurrente. Recuerdo que un tío materno solía contar la anécdota de que una noche soñó que meaba confortablemente contra la pared de un frontón mientras que lo que realmente hizo fue mojar la espalda de su sufrida señora -mi tía- que, como es lógico, a partir del incidente, le desterró a dormir una temporadita en el sofá. ¡Cuanta abnegación la de algunas mujeres!

Sigo con mi somnolencia. En ese espacio misterioso del subconsciente se activaba una historia según la cual sufría una fuerte presión en la vejiga y sentía la necesidad apremiante de evacuar. Justo en ese instante de sueño, mi yo durmiente no encontraba dónde hacerlo. No había un mingitorio cercano o el que existía estaba ocupado.

Esto ocurrió la madrugada del pasado lunes. Por momentos, la situación se tornaba, cada vez, más límite. La necesidad de alivio era perentoria y la solución al problema no aparecía. ¡Qué agobio! ¡Qué emergencia! La pesadilla tuvo un final penoso. El desenlace concluyó con los pantalones mojados y haciendo charco por el pasillo. Lamentable.

Fue entonces, en ese momento tan indecoroso como guarro, cuando recobré la consciencia. Desperté sobresaltado. El sueño era premonitorio. Se había convertido en una situación real. Y la presión ya no era onírica sino somática. Ya despabilado, me di prisa. Corrí para atrapar el sueño y cuando llegué al inodoro me sentí la persona más feliz sobre la tierra. No solo había doblegado a mi sueño. Le había vencido. Por un momento, llegué incluso a lanzar un suspiro de satisfacción. Fue una sensación de placidez inenarrable.

La felicidad es la suma de esas pequeñas cosas que colman nuestro bienestar. El despertar en un nuevo día. Girar una llave y observar que, sin obstáculos, sale agua de un grifo. Y si es caliente además, un privilegio para nuestros cuerpos en una ducha reparadora. Felicidad es, también, oler un café recién hecho. Pulsar un interruptor y que se haga la luz. Bienestar es que gracias a esa iluminación podamos tener la posibilidad de leer. Y que, inmersos en esa lectura, nos traslademos mentalmente a otro sitio. Aunque estemos muy bien donde nos encontremos.

Felicidad es poder salir a la calle. Pisar el suelo con zapatos. Ver que las cosas funcionan. Los autobuses, las escuelas, los hospitales. Felicidad es sentirte al lado de los tuyos. Ver crecer a los nietos. Y confiar en que ningún cataclismo interrumpirá esa bendita monotonía rutinaria que apenas valoramos y que envidiaríamos si, por azar, hubiésemos nacido, por ejemplo, en el África subsahariana. O si nuestra vida transcurriese en uno de esos países en conflicto permanente. O allí donde nadie puede elegir vacunarse con AstraZeneca o Pfizer ya que, por desgracia, no disponen de ninguno de los sueros contra la enfermedad.

Soñar es libre y todos aspiramos a algo mejor. A que el destino convierta muchos de nuestros sueños en realidades. Y en esa esperanza quizá no sepamos discernir que el mundo en el que vivimos es ya un sueño cumplido. Disfrutemos, por tanto, de lo que tenemos. Que es mucho. Y si alguna vez volvemos a soñar que nos meamos, que sea de risa.

Uno de los sueños más repetidos entre la gente corriente de hoy en día es asistir al fin de la pandemia. Que esta pesadilla se acaba y que volvemos a disfrutar de toda la potencialidad de nuestra vida.

El sueño es, por lo tanto, recuperar nuestras vidas. Volver a abrazarnos, a besarnos. A estar juntos. Sin límites. Sin distancias. A cara descubierta.

Codiciamos salir. Donde sea. Respirar profundo. En la playa. O en el cine. Con una cerveza bien fría en la mano. Y sin miedo.

Poco a poco la realidad de esta aspiración se presenta más cercana. La vacunación progresa y el nuevo escenario se presenta verosímil. Pero no pretendamos correr demasiado para alcanzarlo. Mantengamos la prudencia.

Nos recuperamos, sí. En lo físico, en lo emocional. Y también en lo económico. A pesar de la profunda brecha que la inactividad y la anomalía de comportamiento social abrió en el tejido productivo. El empleo se va restableciendo. Los últimos datos, conocidos esta semana, nos acercan poco a poco a la situación prepandémica. Y más pronto que tarde volveremos a rebajar las tasa del 10% de paro que las instituciones del país se propusieron para los próximos meses. Nuestra industria ha vuelto a la actividad y, a la estela de las economías más potentes europeas, recobra su pujanza.

Somos un país industrial. Industrial es nuestra cultura y para avanzar hacia un futuro mejor necesitamos abordar desafíos ineludibles. Como la lucha contra el cambio climático y la transición energética. Para ello, las instituciones junto a la iniciativa privada están llevando a cabo un conjunto de medidas que desarrollen diversas alternativas que conjuguen energías renovables con el avance en la sostenibilidad del transporte y el empoderamiento de un modelo industrial sostenible, eficiente y circular, en consonancia con el objetivo europeo de alcanzar en el año 2050 una comunidad climáticamente neutra y descarbonizada.

El sector energético en Euskadi es uno de los más relevantes de nuestra economía, con cerca de 380 empresas que operan en alguna de las cadenas de valor (generación, transporte, almacenamiento, distribución, así como la industria auxiliar relacionada) y que representan del orden de 55.000 millones de facturación a nivel global. La producción en Euskadi alcanza los 14.000 millones de euros, más de 40% destinado a la exportación y es un sector que da empleo en el País Vasco a más de 23.000 personas y que realiza una inversión en I+D de unos 250 millones de euros al año.

En la historia reciente de Euskadi es difícil encontrar un momento como el actual en el que proliferen tantos proyectos industriales de relevancia energética. Desde las iniciativas que pretenden desarrollar la energía producida por las olas marinas (BIMEP) y el flujo mareal, hasta el desarrollo de nuevas experiencias combustibles como el hidrógeno verde, la electrificación del transporte y los nuevos parques eólicos o solares fotovoltaicos. Sin olvidarnos como elemento básico en todo el proceso transitorio del gas, con apuestas punteras de "cero emisiones" como el gas natural licuado en el transporte marítimo o los nuevos carburantes sintéticos.

El catálogo de proyectos es amplio y, seguramente, ninguno se escape de la controversia contestataria que, desde siempre, se ha generado en este país. Basta ver los movimientos, supuestamente ecologistas, surgidos en contraposición a los nuevos parques eólicos o las plataformas de oposición nacidas al albur de las inversiones fotovoltaicas a desarrollar en Araba. Por no hablar de la ya tradicional inquina que determinados colectivos politizados sostienen en relación a empresas referenciales en Euskadi como Iberdrola o Petronor.

El sectarismo, supuestamente medioambientalista y que prodiga históricamente la Izquierda Abertzale (no nos olvidemos de Lemoiz), no debe hacernos perder la perspectiva de que una Euskadi cada vez menos dependiente deberá fortalecerse con la consecución de recursos energéticos sostenibles y de aplicación al desarrollo industrial. Y esos principios de respeto al medio natural y de impulso económico deben prevalecer por encima de los complejos o los apriorismos impostados de falsa ecología.

La descarbonización a la que aspiramos deberá tener en cuenta nuestras capacidades industriales y nuestros intereses estratégicos de país. Nada nuevo en el entorno. Francia ha apostado por la energía nuclear por el bajo coste de la energía eléctrica generada. Y Alemania, con la pujanza de los Verdes a punto de alcanzar el Bundestag, acaba de abrir una central eléctrica de carbón de más de 1100 megavatios al considerar que el carbón del Ruhr es un producto estratégico para sus intereses.

El futuro, nuestros sueños, se sustentarán en el rigor, y en el respeto al medio ambiente. Pero tal cosa no presupone dejarse vencer por quimeras que solo nos conducirán a la melancolía. * Miembro del EBB de EAJ/PNV