AÑANA, día 6 de mayo, se celebran las elecciones municipales en el Reino Unido. También ese mismo día, escoces y galeses eligen a sus respectivos representantes en ambos parlamentos. Los representantes escoceses se disputan 129 escaños y 60 los galeses. La atención se centra en Escocia, donde el Scottish National Party, partidario de la independencia, parece seguro ganador de las elecciones. Si los pronósticos se cumplen, su líder, Nicola Sturgeon, exigirá al primer ministro, Boris Johnson, la celebración de otro referéndum sobre el futuro político de Escocia. Johnson no quiere más referéndums. En el último de 2014, los contrarios a la independencia ganaron con el 55% de los votos. La participación fue del casi 85%. El Brexit no estaba todavía presente en la escena política. Y la situación ha cambiado.

Nada es lo que era; el Reino Unido tampoco. A pesar de su liderazgo político en los últimos siglos, de la omnipresencia geográfica de sus antiguas colonias y de su poderío militar y económico, el país no es ni sombra de lo que fue. Hubo un tiempo en el que la revolución intelectual y científica dio origen a un desarrollo industrial del que se beneficiaron ciudades como Glasgow, Aberdeen, Manchester o Liverpool. Fue un imperio construido tanto por irlandeses y galeses como por escoceses e ingleses. Escocia se sentía orgullosa de su papel en el Reino y hasta la familia real tenía en Balmoral, nordeste del país, su residencia vacacional favorita. Y aunque Balmoral sigue siendo frecuentado por la reina, las desavenencias de Edimburgo con Westminster son cada vez más notorias.

El Brexit ha ahondado la división. Escocia votó en contra del Brexit. Solo el Partido Conservador apoyó el texto de salida. Un 61% de los escoceses votaron por quedarse en la Unión Europea. Boris Johnson, un nacionalista inglés no demasiado preocupado por lo que suceda más allá de los Midlands, se ha convertido en un político de poco fiar para una buena parte de la ciudadanía. La ruptura del país, impensable en otros tiempos, es un tema que está en el tablero político mundial. La propia monarquía que tradicionalmente ha jugado un papel fundamental en la vertebración del país tiene un futuro incierto.

¿Qué ha pasado entonces para que este convulso giro se haya producido y más de millón y medio de personas votasen a favor de la independencia en 2014? Ciertamente, muchas y variadas razones. Los que vivimos aquellos años en Escocia hace ya algunas décadas podemos atestiguar que el entonces incipiente nacionalismo no pasaba, ni por asomo, de una minoría con magro reflejo en la vida cotidiana. Muy pocos cuestionaban el modelo de estado. Además, el país tenía una larga tradición laborista que lo unía con el norte industrial y proletario de su vecina Inglaterra. Las políticas de Margaret Thatcher, la líder conservadora y primera ministra de 1979 a 1990, contribuyó a deshilar los sólidos lazos hasta entonces existentes.

El petróleo inflamó las relaciones. El descubrimiento del oro líquido en el Mar del Norte en la década de los 70, una época dura para la economía escocesa, puede que beneficiase a la ciudad de Aberdeen y a su entorno, pero la mayoría de las ganancias volaron a Londres de la mano de British Petroleum, bendecidos por Thatcher y su gobierno. Fue un duro golpe para los escoceses, incluso para los más conservadores.

La élite inglesa se desentendió de los problemas económicos de sus vecinos. La historia parecía repetirse una vez más y trasladarse a 1707, cuando se firmó el Acta de Unión con Inglaterra. Aunque, según recoge un cronista inglés de la época, 99 de cada 100 ciudadanos escoceses se oponían a la unión, la situación económica del país después de una calamitosa aventura colonial en tierras panameñas del Darien era tan desesperada que gran parte de los parlamentarios aceptaron un generoso cheque de casi 400.000 libras esterlinas por firmar la unión entre los dos países. Ni que decir tiene que gran parte de esa fortuna se la embolsaron los propios parlamentarios escoceses. Los ingleses se aseguraron así la sucesión protestante al trono del país y la exclusión de los católicos. Robert Burns, el más célebre poeta escocés, no se mordió la lengua. "Se nos compra y se nos vende por el oro inglés. ¡Vaya hatajo de canallas en una pequeña nación!"

Han pasado tres siglos desde entonces; no demasiado en el cómputo de la historia. En estos años, el nacionalismo escocés no ha basado su programa en cuestiones identitarias. Los escoceses son sabedores de las fantasías románticas de Hollywood encarnadas en Braveheart o en las coloridas novelas de Walter Scott con sus clanes y sus faldas de cuadros. Quizás el elemento más predominante y folclórico sea el gaitero y las enérgicas danzas escocesas que algunos torpes nunca aprendimos a pesar de ponerle cierto tesón. Pero cada pueblo se reivindica como mejor sabe, y a falta de una lengua propia -el gaélico escocés lo habla menos del 1% de la población-, la música, la danza y los partidos de rugby de la selección nacional se convierten en los escasos vínculos de identidad que tiene un país de poco más de 5 millones de habitantes y una diáspora muy numerosa repartida entre los cinco continentes. En Estados Unidos más del 10% de la población es de origen escocés.

Ha sido la condescendencia de la metrópoli, cuando no la humillación, la que ha alejado a Escocia del Reino Unido. Recuerdo como anécdota humorística la de uno de mis compañeros que habiendo recibido una carta en cuya dirección escocesa se añadía England en vez de Scotland, sin abrirla siquiera, escribió "arsehole" o "tonto del culo" y la puso de vuelta en el correo del día siguiente. Eran los tiempos en los que a los periodistas con acentos "regionales" les estaba vedada la entrada como presentadores en la British Broadcasting Corporation, más conocida como la BBC. El paso de los años ha despejado aquel camino tan lleno de prejuicios y esnobismo.

El agresivo nacionalismo inglés, encarnado en personajes como Nigel Farage, líder del partido del Brexit, es unánimemente rechazado por los escoceses. No quieren tener nada que ver tampoco con Boris Johnson, un político del sur del país y que habla con un elitista acento inglés de Eton que suena casi hiriente en los oídos de muchos ciudadanos. Sus políticas les traen a la mente las humillaciones del pasado.

Hay que ser pragmáticos, parecen decir los nacionalistas escoceses y aplican una política negociadora y transaccional, poco romántica si se quiere, pero efectiva. Te doy esto para que tú me des esto otro. Si te interesa bien, y si no nada. Los todopoderosos gobernantes tories de Westminster saben ahora que la piedra escocesa que tienen en el zapato les dolerá y tampoco lo aliviarán con simples paños calientes, sino con medidas económicas que mejoren la vida de los ciudadanos y acepten el destino político que los escoceses y las escocesas quieran libremente seguir.

Cuanto mayor sea la fuerza de los nacionalistas escoceses en las próximas elecciones del 6 de mayo la piedra se hará más grande.

* Periodista y miembro del Patronato del "Instituto Europa de los Pueblos. Fundación Vasca".