UROPA surgió de las cenizas de dos guerras mundiales, por lo que la seguridad siempre ha estado en el corazón del proyecto de integración europea. Un embrión de la cooperación europea fue, precisamente, el Pacto de Bruselas, firmado el 17 de marzo de 1948 por Francia, Reino Unido y los tres países del Benelux (Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo). Poco después, en un contexto de creciente Guerra Fría, el 4 de abril de 1949, se creó la organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), que englobó a una parte de Europa dentro de una estructura liderada por EE.UU.

Dentro de Europa, tras la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (1951), se intentó proseguir la integración europea construyendo la Comunidad Europea de Defensa (1952-54), de nuevo a iniciativa del gobierno francés, pero finalmente no fue posible conseguirlo porque el parlamento francés no ratificó el tratado.

A la luz de ese fracaso, en 1955, el Pacto de Bruselas se transformó en una nueva organización, la Unión Europea Occidental (UEO), sumando a los miembros iniciales a la República Federal de Alemania e Italia e incluyendo una cláusula de solidaridad entre sus miembros con la obligación de la defensa mutua, de gran alcance político y compromiso superior al proporcionado por la OTAN.

Esta organización tuvo su momento de apogeo tras el fin de la Guerra Fría, cuando sus miembros la dotaron de fuerzas militares y ciertas capacidades operativas. El Tratado de Maastricht, además de crear la Unión Europea, también estableció un nuevo pilar intergubernamental en materia de seguridad y defensa. Poco después, los gobiernos decidieron extinguir la UEO y absorber sus estructuras dentro de la Unión Europea, lo que supuso un nuevo gesto político.

Más allá de estos hitos y algunas otras iniciativas, durante muchos años se produjeron avances escasos en el campo de la cooperación en materia de defensa y seguridad. La principal razón era que había algunos Estados que frenaban cualquier posible avance hacia una defensa europea por temor a que ello pudiese debilitar la solidez de la Alianza Atlántica y, para ser claros, para evitar profundizar en el vínculo político de la Unión.

Sin embargo, curiosamente, en el peor momento de bloqueo de la integración en décadas -marcado por la crisis económica, los cambios geopolíticos y la salida del Reino Unido de la Unión-, ha ido surgiendo un amplio consenso entre los Estados miembros respecto a la necesidad de avanzar en este campo.

En la cumbre de Bratislava de septiembre de 2016, los dirigentes de la UE acordaron imprimir un significativo impulso a la seguridad exterior y la defensa de la UE; y en diciembre de ese mismo año el Consejo Europeo marcó las orientaciones generales que había de seguir esta política europea.

No cabe duda de que este nuevo rumbo se explica, entre otros factores, por el significativo cambio de actitud de algunos países de Europa central y oriental -en parte por la percepción de la política exterior rusa y por la actitud de las últimas administraciones de EE.UU., cada vez menos comprometidas con la defensa de Europa-, así como por la salida del Reino Unido de la UE y por el nuevo liderazgo del gobierno francés de la mano de su presidente, Emmanuel Macron.

En términos sencillos, la Europa oriental quiere que la Unión explicite su compromiso con su seguridad y defensa, asustada por Rusia (Georgia, Crimea, este de Ucrania) y angustiada por la indolencia norteamericana. La Europa occidental quiere mantener el mercado interior y fortalecer el proceso de integración, base de su modelo económico y social. El acuerdo parece acercarse.

Sin embargo, la seguridad y defensa constituye uno de los últimos límites de la soberanía estatal. Por ello, existe el riesgo cierto de cerrar en falso, una vez más, el debate central y tratar de limitar la cuestión a una cooperación intergubernamental intensificada. Esto no es suficiente, como no lo es tampoco en el ámbito de la política exterior, otro de los límites últimos de la soberanía. La soberanía debe ceder el paso a la noción de bien común europeo frente a la simple agregación de intereses parcelados, egoístas y, como se ha visto en innumerables ocasiones, insuficientes. La única forma de conocer el verdadero resultado de este debate constituyente europeo será analizar el modelo de toma de decisiones. Si se impone la necesaria decisión por mayoría, Europa habrá comenzado a salvarse y la defensa común de la Unión será el único resultado lógico. En caso contrario, si la inercia de las viejas e insuficientes soberanías estatales termina por imponerse, todo será en falso y nada firme.

Algunos gobiernos y una parte de la opinión pública tienen el miedo de que un ejército europeo se convierta en un instrumento de opresión o de expansión imperialista. Otros temen la difuminación de su identidad nacional. Sin embargo, los hechos parecen indicar casi lo contrario, que la ausencia de una seguridad y defensa europea verdaderamente común es lo que está poniendo en peligro al conjunto de la Unión y de sus Estados miembros. Estados Unidos se está desentendiendo de nuestra defensa, algo que comenzó con el presidente Obama, ha seguido con el presidente Trump y no cambiará con el presidente Biden. Europa debe madurar y aceptar la responsabilidad de su propia defensa, organizada según el modelo que decidamos y que mejor convenga a nuestros valores e intereses.

Habría que añadir que más importante que la idea de un ejército europeo es el objetivo del mismo, su doctrina estratégica. El ejército europeo debe ser un ejército del siglo XXI, eliminando lo peor de los excesos nacionalistas e imperialistas del pasado, con pleno control democrático por parte del Parlamento Europeo y adaptado a los retos actuales en los ámbitos organizativo y tecnológico.

En este debate no debe olvidarse que la integración europea y la noción de comunidad surgieron por necesidad, por la incapacidad de los Estados de asegurar incluso la simple seguridad de sus poblaciones, así como una cierta prosperidad. Es decir, siendo claros, que los Estados se vieron obligados a crear la Unión y a transferir una parte de su poder y recursos para subsanar sus propias carencias. Nadie cede poder por capricho ni por romanticismo. No, al menos, entre imperios que habían dominado el mundo sólo unas décadas atrás. Por ello, la Unión es el futuro, es una construcción de nuestro tiempo, mucho mejor adaptada a los retos actuales que los viejos Estados. Y por esto, los Estados, con sus aparentes pero caducas soberanías, no pueden ser ni el futuro ni la solución a los enormes retos actuales.

A esto se reduce el debate sobre el futuro de Europa y, por supuesto, el debate sobre la seguridad y defensa de Europa. Porque no hablamos de lo mismo cuando nos referimos a la defensa del conjunto de Europa, que a la defensa de los Estados de Europa.

Hablar de la defensa y seguridad de Europa es hablar de los retos de una comunidad política. Por ello, en conclusión, la única respuesta lógica y posible es profundizar la federalización de la Unión y avanzar en su defensa común. Si nos referimos, por el contrario, a la defensa de los Estados europeos, dada la escasa dimensión de los mismos y su creciente irrelevancia en las actuales circunstancias geopolíticas y geoeconómicas, cualquier solución que se adopte será, por definición, parcial e insuficiente y constituirá probablemente el fin de Europa en su conjunto.

* Profesor de Relaciones Internacionales (UPV/EHU)